Ganas de hablar de Eduardo Mendicutti
En La Algaida, el pueblo gaditano de solera señorial tras el que apenas se disimula el Sanlúcar de Barrameda de la juventud del autor, el lugar en que se ambientaba El palomo cojo, Eduardo Mendicutti sitúa su última novela, Ganas de hablar, que publica Tusquets.
Cigala, el protagonista-narrador, es un mariquita de pueblo que a sus 76 años construye un vivísimo monólogo interior, una serie de soliloquios en los que habla incesantemente: con su hermana Antonia, su interlocutora imposible, inválida y senil; con la Fallon, el travesti que la cuida; con Pelayo, un cura moderno y tolerante; con el niño de la Batea, y sobre todo consigo mismo y con su pasado. El lenguaje se convierte de esa manera en un instrumento de supervivencia, en un refugio y en un ajuste de cuentas con el pasado y la realidad, con las persistencias de la agresividad homófoba, con la corrupción urbanística, con los inmigrantes y las pateras.
Ganas de hablar tiene en La vida perra de Juanita Narboni, de Ángel Vázquez, y en Legionaria y Las mil noches de Hortensia Romero, de Fernando Quiñones, dos modelos de novelas levantadas sobre monólogos de nivel coloquial. Como en esas referencias magistrales, aquí también la palabra acaba convirtiéndose en protagonista de la novela y en el principal soporte de la historia.
La novela avanza con la fluidez de la lengua conversacional, captada por el buen oído de un Mendicutti que, como esos referentes cercanos que acabo de citar, reivindica la dignidad literaria y la expresividad del andaluz del coloquio, tan real y vivo como diferente del andaluz impostado y falso de los Quintero o de Pemán.
Cigala, el protagonista-narrador, es un mariquita de pueblo que a sus 76 años construye un vivísimo monólogo interior, una serie de soliloquios en los que habla incesantemente: con su hermana Antonia, su interlocutora imposible, inválida y senil; con la Fallon, el travesti que la cuida; con Pelayo, un cura moderno y tolerante; con el niño de la Batea, y sobre todo consigo mismo y con su pasado. El lenguaje se convierte de esa manera en un instrumento de supervivencia, en un refugio y en un ajuste de cuentas con el pasado y la realidad, con las persistencias de la agresividad homófoba, con la corrupción urbanística, con los inmigrantes y las pateras.
Ganas de hablar tiene en La vida perra de Juanita Narboni, de Ángel Vázquez, y en Legionaria y Las mil noches de Hortensia Romero, de Fernando Quiñones, dos modelos de novelas levantadas sobre monólogos de nivel coloquial. Como en esas referencias magistrales, aquí también la palabra acaba convirtiéndose en protagonista de la novela y en el principal soporte de la historia.
La novela avanza con la fluidez de la lengua conversacional, captada por el buen oído de un Mendicutti que, como esos referentes cercanos que acabo de citar, reivindica la dignidad literaria y la expresividad del andaluz del coloquio, tan real y vivo como diferente del andaluz impostado y falso de los Quintero o de Pemán.
Reseña íntegra en la revista Encuentros de lecturas
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