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02 enero 2017

De plagios


Como un anormal semoviente y un sedicente crítico semianalfabeto parecen haber detectado síntomas de plagio en este texto mío, publicado en el número 8 de Estación Poesía, dejo aquí ambos -no sendos- textos, para que el lector compare si más allá de lo reconocido -irónicamente por cierto- en la entradilla de mi poema Los guardianes del hielo hay el menor parecido de tono, de tema, de estilo o de imágenes entre el poema de José Watanabe y el mío.

EL GUARDIÁN DEL HIELO

Y coincidimos en el terral
el heladero con su carretilla averiada
y yo
que corría tras los pájaros huidos del fuego
de la zafra.
También coincidió el sol.
En esa situación cómo negarse a un favor llano:
el heladero me pidió cuidar su efímero hielo.
Oh cuidar lo fugaz bajo el sol...
El hielo empezó a derretirse
bajo mi sombra, tan desesperada
como inútil

           Diluyéndose
dibujaba seres esbeltos y primordiales
que sólo un instante tenían firmeza
de cristal de cuarzo
y enseguida eran formas puras
como de montaña o planeta
que se devasta.
No se puede amar lo que tan rápido fuga.
Ama rápido, me dijo el sol.
Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,
a cumplir con la vida:
Yo soy el guardián del hielo.

     José Watanabe. Cosas del cuerpo


LOS GUARDIANES DEL HIELO

Soy el guardián del hielo
José Watanabe
Desde los altos muros de la tarde
las máscaras del tiempo ya no te reconocen,
ni el mar intransitivo ni el paisaje insumiso
ni el ave sin memoria entre un silencio y otro.

Entre el arma y la herida, entre el pie y la pisada,
vigilan con antorchas los lagos solitarios
de los reyes del bosque.
Son guardianes del hielo.

Guardan en la memoria la piedra de la lluvia
y en cráteras secretas, el viento del otoño
que aviva el fuego y da cenizas a la tarde.

En el roble sagrado, el fulgor de la savia
y la luna fecunda que crece en las cosechas
fermentan los melismas quebrados del paisaje.

Viene una luz sin dueño, una luz que desciende
lentamente al silencio,
a un último rumor de copos o cenizas
o repite su imagen
en los espejos grises de los lagos.

Se despeña esa luz por la boca de un pozo
al filo de la noche, al agua sin camino,
con números enteros, con la vaga nostalgia
que deposita el día sobre la arena.

Flota sobre el recuerdo, sin nombre ya y sin tiempo,
un sueño de cristal,
la mansedumbre ciega de la noche
y esta luz que no pesa
y se posa en las sílabas blancas de las ausencias.

En la llama que tiembla
contra un terror vacío de cuevas y catástrofes,
aterido yo mismo ante el espanto ahora
busco un lugar sereno, una lección de calma.

Santos Domínguez. 
Principio de incertidumbre. 
Huerga & Fierro. Madrid, 2016.