23 agosto 2017

Leyenda de ciertas ropas antiguas




Por la mañana, cuando las Benedict se habían marchado ya de la ciudad, Henry descubrió que no habían tomado ninguna decisión con respecto a la ropa de Constance.
(...)
Le preguntó por el lugar en la laguna al cual la había llevado con regularidad. Aquel del que le había hablado.
Tito asintió. Espero a que Henry volviera a hablar, pero Henry no hizo más que mirarle, mientras reflexionaba sobre lo que se acababa de decir. Tito parecía preocupado. Varias veces dio la impresión de que iba a hablar, pero lo único que hizo fue suspirar. Finalmente, como si alguien estuviera en la habitación contigua, señaló la ropa y después hizo un gesto en dirección a la puerta y después hacia la gran laguna. Podían, afirmó en voz queda, llevar allí la ropa y sumergirla en el agua. Henry asintió, pero, aun así, ninguno de los dos se movió hasta que Tito levantó su mano derecha y la abrió mostrando sus cinco dedos.
—A las cinco —masculló—, a las cinco aquí.
(...)
Al principio, Henry pensó que Tito estaba buscando un lugar concreto, pero pronto se dio cuenta de que, al moverse al azar hacia atrás y hacia delante, estaba retrasando el acto que tenían que llevar a cabo. Cuando sus ojos se encontraron y Tito dio a entender a Henry que era ya el momento de empezar su lúgubre misión, Henry hizo un gesto negativo con la cabeza. Pensó que bien podían estar transportando el cuerpo de Constance, alzarlo y dejar que se hundiera en el agua. Tito continuó dando vueltas y, al ver que Henry no se movía, sonrió expresando en esa sonrisa una leve reprensión y exasperación, y soltó el remo hasta que la góndola empezó a mecerse suavemente en el agua tranquila. Antes de coger el primer traje, Tito se santiguó y entonces extendió la prenda sobre el agua, como si ésta fuera una cama, como si la dueña del traje se estuviera preparando para ir a algún sitio y estuviera a punto de entrar en la habitación. Ambos hombres observaron cómo el color de la prenda se oscurecía y el traje empezaba a hundirse. Tito puso una segunda prenda y después una tercera, siempre con cierto grado de ternura, sobre el agua y después continuó trabajando con gestos lentos y pacíficos, moviendo la cabeza al verlos flotar lejos de ellos y moviendo de vez en cuando sus labios al compás de sus rezos. Henry observaba, pero no se movía.
La góndola se mecía con tanta suavidad que Henry no notaba su movimiento en ninguna dirección, sino sólo su inmovilidad. Al hundirse su ropa interior, se imaginó que esta remesa yacía justo debajo de ellos, descendiendo lentamente hacia el fondo del mar.
Cuando Tito alargó la mano para levantar el remo, ambos vieron una forma de color negro en el agua, a menos de seis metros de distancia, y Tito dio un grito.
A la luz del crepúsculo, parecía que una ballena o algún objeto oscuro y redondo procedente de las profundidades, había aparecido en la superficie del agua. Tito cogió el remo con ambas manos, dispuesto a defenderse. Y entonces Henry vio de qué se trataba. Algunos de los trajes habían subido a la superficie de nuevo, como globos negros, evidencia del extraño entierro marino que acababan de realizar, con sus brazos y vientres hinchados de agua. Al volver la barca, Henry se dio cuenta de que un tono grisáceo se había asentado sobre Venecia. Pronto la neblina cubriría la laguna. Tito había movido ya la góndola hacia el objeto flotante; Henry le observaba mientras Tito trataba de tocarlo con el remo, empujando el traje hinchado bajo la superficie y manteniéndolo allí. Entonces dirigió su atención a otro traje que había subido, parcialmente, a la superficie, y lo empujó hacia abajo también, trabajando con feroz fuerza y determinación. No cesó de empujar, aguijonear y tratar de hundir traje por traje, pasando después al siguiente. Finalmente, escudriñó el agua para asegurarse de que no había aparecido ningún otro, y de que todos ellos se hubieran quedado bajo la oscura superficie del agua. Entonces, uno más apareció, de repente, hinchado y flotando a unos pies de ellos.
—¡Déjalo! —gritó Henry.
Pero Tito movió la barca hacia él y, santiguándose una vez más, encontró su centro con el remo y empujó hacia abajo, haciendo señas a Henry para indicarle que su tarea estaba terminada; fue ardua, pero estaba hecha. Entonces levantó el remo y lo colocó en su sitio en la popa de la góndola. Era ya hora de regresar. Empezó a moverse lenta y hábilmente a través de la laguna, en dirección a la ciudad, que estaba ya casi sumida en la oscuridad.


Este episodio veneciano de la vida de Henry James, espléndidamente evocado por Colm Tóibín en The Master. Retrato del novelista adulto (Trad. de María Isabel Butler de Foley. Edhasa), es el punto de partida de mi Leyenda de ciertas ropas antiguas, un texto de Las provincias del frío (Algaida. Sevilla, 2006):



LEYENDA DE CIERTAS ROPAS ANTIGUAS
“En sus extremidades había la rigidez de lamuerte, y en su rostro, a la 
moribunda luz del sol, el terror de algo más poderoso que lamuerte.”
 (Henry James) 
El agua las esparce. Flotan, como un recuerdo
de maderas quemadas en los días antiguos,
la seda con brocados, el artificio rojo
que un día nombró el cuello. Las camisas de escarcha
flotan en la laguna. El agua las esparce.

El gondolero insiste con su pértiga torpe,
obscenamente insiste en que desaparezcan
y flotan y se esparcen las ropas, los encajes
como la pesadilla verde y lenta del suicida.

Flores negras cubrían sus fríos ojos grises,
como el mes de septiembre en el mar de Venecia,
como un mar de mercurio donde fermenta el agua.

En los canales turbios,
en ciegos laberintos de dolor, en la lepra
del muro con ladrillos
languidece la hierba venenosa
y en la lenta humedad con musgo de los puentes
la luz dorada y blanca de un teatro barroco.

El fulgor prodigaba la grieta y los cuchillos
en los ácidos frutos del óxido.

La médula del hierro, la luz del corazón
la fría huella blanca de los remordimientos
y un silencio nevado que baja por la sangre,
con su antiguo esplendor de terciopelo.

Flotan sobre las aguas podridas de la tarde
en el mar de Venecia,
entre alcanfor y espliego y pétalos de rosa
baúles que habitaba
la ajada oscuridad de los perfumes,
la materia confusa de la tarde.

Opaco tras la niebla, se pone un sol fantasma
por los palacios blancos, los borbotones negros
del agua y de su ausencia,
en el museo de cera de los gladiolos fríos.

Torpemente, le pido al barquero que insista,
y que hunda con sus ropas su recuerdo.

Torpemente le pido a una luz que no existe
que retorne el olvido con la noche piadosa,
con sus caballos locos, con su reloj de sombra.

Que muera su memoria en el incendio
con nieve de la muerte.