
Yo no sé lo que a ustedes les sucede; pero a mí la bóveda
celeste, si no tengo el bostezo a mano, me da también que pensar. ¿En qué
pienso? Esto ya es más difícil de expresar. El poeta Bartrina, de Reus, subió
un día a una azotea, contempló el firmamento, y cuando encontró un tintero,
escribió nada menos lo siguiente:
¡Todo lo sé!
Del mundo los arcanos
ya no son para mí, misterios sobrehumanos.
Esta es poesía de azotea, y además romántica. Y dentro de la
poesía romántica, de la peor especie: de la época de los innumerables ridículos
que hicieron hacer al hombre las ilusiones de las máquinas. Decía Bartrina:
«Todo lo sé». Y, sin embargo, al gran poeta le sucedía ante los arcanos del
mundo, lo que nos sucede a todos nosotros: que no sabía absolutamente nada de
nada. El firmamento da que pensar, ya lo dijo Balart; pero a todas las personas
dotadas del sentido del ridículo les da que pensar en que no se sabe nada.
Veamos, por ejemplo, lo que piensa Balan. ¿En qué piensa don
Federico? Lo dice, como siempre, en verso:
Al ver cómo callan
tierra, viento y mar,
me parece que el mundo es un muerto
que van a enterrar.
No creo que pueda imaginarse un entierro más impresionante.
La contemplación del firmamento, con su gran silencio, ¿les sugiere a ustedes
la idea de que el mundo es un muerto que van a enterrar? A mí, francamente, la
imaginación no me llega, aparte de que me sucede que yo imagino con más
facilidad mi propio entierro que el de cualquiera otra cosa, y no digamos que
el entierro del mundo. ¡El entierro del mundo! ¡Menudo espectáculo! Pero don
Federico era tremendo. Era un vate y a él podía serle aplicada la copla
romántica:
Yo soy aquel que subí
hasta el último elemento.
Y puse la escribanía
en la sala del silencio.
Los vates colocan su escribanía en los lugares más
impensados y desde luego más extraordinarios. Por algo son vates.
Josep Pla.
La huida del tiempo.
Destino. Barcelona, 1984.