19 agosto 2018

Arden las redes



Hablaremos ahora del curioso fenómeno de disociación de la personalidad al que nos tiene acostumbrados la vida en las redes sociales, que me recuerda a lo que les pasa a los conductores: protegidos en el interior de su coche, pierden los papeles y sueltan improperios que rara vez se atreverían a decirle a alguien a la cara. El coche brinda una atmósfera de intimidad y de aislamiento. A través del parabrisas, los demás no parecen personas, sino máquinas, y la máquina que nos envuelve funciona también como una máscara. Al otro lado del volante están nuestros enemigos en la jungla del asfalto. Mi padre, un hombre educadísimo y dialogante que jamás se ha peleado, usaba el volante de su Renault 21 como una ametralladora imaginaria con la que hacía saltar por los aires a quien le adelantaba mal o se le cruzaba, mientras le dedicaba epítetos que recuerdan a los comentarios de los periódicos online: «¡Hijo de puta! ¡Anda que…! ¡Tú eres un miserable y un cerdo, eso es lo que eres, cabrón!». 
Pero nadie es tan energúmeno como parece en su coche, y la prueba es que casi nadie echa el freno, abre la puerta y la emprende a hostias con otro conductor. Al contrario, después de un choque ligero en la ciudad, lo normal es que los energúmenos del volante salgan a darse el pésame por los abollones mutuos y diriman las responsabilidades invocando al seguro. A veces hay alguna pelea a puñetazo limpio, pero son episodios exóticos y emocionantes. Podemos llamar hijo de perra a quien hace una maniobra molesta o peligrosa porque no le estamos viendo la cara. El odio al volante suele quedarse ahí, en el volante. La histeria de los conductores atrapados en un atasco se expresa con el concierto de los cláxones. La de los internautas, a golpe de #hashtag.

Juan Soto Ivars. 
Arden las redes. 
Debate. Barcelona, 2017