03 febrero 2019

Bailando con tiburones



A los cinco metros se desvaneció la claridad del día. Pasados los siete empecé a distinguir una masa posada en el lecho arenoso, algo que surgía de la penumbra adquiriendo el contorno de un barco hundido. El pecio tendría unos quince o veinte metros de eslora, estaba recostado en el fondo y cubierto de coral. Miles de pequeños peces de colores deambulaban por donde antaño lo hicieran las personas. Me emocioné. Siempre he tenido una mente imaginativa, y aquella inmersión se me antojó un viaje en el tiempo. El ambiente neblinoso, la sensación de ingravidez, la respiración bajo el agua. 
Pero no estaba preparado para lo que vino a continuación. En torno al acceso de la antigua sentina, una nube de arena y cieno enturbió más aún la pálida luz que llegaba de la superficie. En el revuelo distinguí de pronto dos enormes aletas, y ya no tuve ojos para más. Resultó que uno de los instructores cubanos había cogido por la cola a un enorme tiburón que descansaba en el interior del barco y lo sacaba para que todos lo viéramos nadar en aguas libres. Me quedé paralizado. Aún revivo el calor repentino, el íntimo calambre que sentí en aquel primer avistamiento. Yo había visto la película Tiburón y leído la novela de Peter Benchley, pero nunca había imaginado encontrarme cara a cara con el monstruo. Y sin embargo allí estaba, grande y perezoso, dejándose vapulear por un muchacho con la mitad de su peso. Yo aún no tenía ni idea de qué era un tiburón nodriza. El enorme animal se liberó de su acosador, nadó hacia mí serpenteando al tiempo que abría y cerraba su boca redonda y se posó a escasos metros junto a otro ejemplar más pequeño que no había visto. No sabía si sentir miedo, pero seguro que hasta en la superficie oían los latidos de mi corazón.
Aquellos eran tiburones... ¡Tiburones! Y sin embargo parecían bailarinas.


Esa primera experiencia con tiburones en Cayo Piedra, Cuba, es el punto de partida de Tratando de tiburones, un libro espectacular publicado por Reino de Cordelia en el que Alfonso Mateo-Sagasta reconstruye la aventura de Karlos Simón en sus muchas horas buceando con tiburones. Esa experiencia inicial la recuerda de nuevo cuando la amplía pocas páginas después:

Cuando Alside estuvo satisfecho de nuestros progresos, nos llevó al mar, a Cayo Piedra, cerca de Varadero, a bucear en un barco hundido a unos doce metros de profundidad. 
Aquella primera inmersión en el mar cambió mi vida, y eso que al principio todo se me puso de cara. [...] Recuerdo el barco hundido, el paisaje tenebroso, la luz opalina, la nube de cieno en suspensión por la lucha de los instructores para sacar a los tiburones del pecio agarrándolos por la cola, y la paciencia vacuna de esos animales a los que yo creía devoradores de hombres. 
[...] Yo no sabía aún qué era un tiburón nodriza, solo sentí que aquellos enormes animales (el grande mediría más de dos metros y medio, que debajo del agua me parecieron cinco), en vez de miedo y repulsión, me provocaron ternura y paz. 


Como las magníficas imágenes que ilustran esta entrada, esos dos fragmentos son una muestra del contenido de un volumen repleto de ilustraciones que dibujan un paisaje de tiburones y subrayan el relato de la atracción por la belleza del monstruo que representa la imagen del miedo.
Más allá del mero relato de aventuras o del reportaje fotográfico, del placer de la contemplación  Tratando de tiburones es también un recorrido por las representaciones pictóricas y cinematográficas de los escualos y por la abundante literatura que aborda su presencia como metáfora abisal de lo tenebroso y del terror: Desde Un descenso al Maelström, de Poe al Relato de un náufrago, de García Márquez, pasando por La casa de Mapuhi, de Jack London, por Melville o por Hemingway, en quien la experiencia y la escritura estuvieron tan unidas como en las páginas de este espléndido volumen.