07 marzo 2019

Cuentos salvajes de Ednodio Quintero



Según el horóscopo chino, soy jabalí. Creo que el otro me define mejor: pez. Esquivo y resbaladizo. Tal vez una trucha de lomo irisado remontando una cascada. Además, me gusta la forma simplificada de ese graffiti que los primitivos cristianos pintaban en las catacumbas. Mi naturaleza se complace en el agua. Pero en sueños vuelo como un halcón. 
Mi vocación y mi destino se funden en un único lugar posible: la escritura. Escribo con pasión, incluso con rabia. Trazo signos enrevesados en los cuales, alguna vez, acaso en las proximidades de mi muerte, descubriré mi rostro verdadero. 

Así termina Autorretrato, uno de los dos pórticos narrativos que abren la edición de los cuentos completos del venezolano Ednodio Quintero (Trujillo, 1947) que reúne Atalanta en un espléndido volumen titulado Cuentos salvajes, que utiliza como prólogo un artículo de Enrique Vila-Matas que publicó El País el 24 de julio de 2017 al que pertenecen estas líneas:

Quintero es uno de esos “escritores de antes”, y es posible que, a la larga, haber estado tan alejado de los focos mediáticos le haya beneficiado, porque le ha permitido acceder al ideal de ciertos narradores de raza: ser puro texto, ser estrictamente una literatura.

Un ejemplo de esa literatura de Ednodio Quintero, el cuento Tatuaje:

Cuando su prometido regresó del mar, se casaron. En su viaje a las islas orientales, el marido había aprendido con esmero el arte del tatuaje. La noche misma de la boda, y ante el asombro de su amada, puso en práctica sus habilidades: armado de agujas, tinta china y colorantes vegetales dibujó en el vientre de la mujer un hermoso, enigmático y afilado puñal.
La felicidad de la pareja fue intensa, y como ocurre en esos casos: breve. En el cuerpo del hombre revivió alguna extraña enfermedad contraída en las islas pantanosas del este. Y una tarde, frente al mar, con la mirada perdida en la línea vaga del horizonte, el marino emprendió el ansiado viaje a la eternidad. En la soledad de su aposento, la mujer daba rienda suelta a su llanto, y a ratos, como si en ello encontrase algún consuelo, se acariciaba el vientre adornado por el precioso puñal.

El dolor fue intenso, y también breve. El otro, hombre de tierra firme, comenzó a rondarla. Ella, al principio esquiva y recatada, fue cediendo terreno. Concertaron una cita. La noche convenida ella lo aguardó desnuda en la penumbra del cuarto. Y en el fragor del combate, el amante, recio e impetuoso, se le quedó muerto encima, atravesado por el puñal. 

Como ese puñal tatuado, los cuentos de Ednodio Quintero son hermosos, enigmáticos y afilados. Están construidos desde la poética del vértigo con que la crítica ha calificado la esencia narrativa de esta escritura exigente e imaginativa.

Alimentados de la sustancia de los sueños, delirantes y enigmáticos, magistrales y opacos, estos cuentos proponen al lector un viaje asombroso en el que se difumina la realidad en la ficción, en una narrativa levantada sobre una prosa intensa, sutil y llena de matices y calidades poéticas que brillan en fragmentos como este, el final de El combate:


Escuchaba la risa burlona del enemigo, escudado detrás de la máscara de hierro, y aquella risa endemoniada era preferible al silencio pues opacaba su irritante respiración, silbante y persistente como el zumbido de un moscardón. Y cuando al fin cesaban la risa y el silencio, en algún lugar de mi memoria surgía nítida una figura familiar –cuyos rasgos habría reconocido entre una multitud–. Se incorporaba en su tumba y me increpaba con palabras terribles, que llegaban a mí desfiguradas por la lejanía, astilladas por el viento de la eternidad, y que hacían vibrar mis oídos como una maldición. ¿Estaría yo condenado a oscilar el resto de mis días entre carcajadas de burla y voces muertas? A través de aquel odioso contrapunto se filtraba, débil –e inconfundible–, un sollozo. Yo había traspasado no sé cuántos umbrales del sufrimiento, pero el sonido de mi propio llanto no lo iba a soportar. Arranqué un puñado de hierba seca mezclada con tierra y taponé mi boca para sofocar mi voz. Y reanudé la marcha dispuesto a no dejarme arrebatar por ninguna imagen del pasado, pues sabía que en aquel territorio de cenizas, y no en mi cuerpo desvalido, se centraba mi debilidad.