La rama dorada
Nuestro largo viaje de descubrimiento ha terminado y nuestra barca arría al fin su cansado velamen en el puerto. Una vez más tomamos el camino a Nemi. Está cayendo la tarde y mientras subimos la larga cuesta de la vía Appia hacia las colinas Albanas, miramos atrás y vemos el cielo encendido en la puesta del sol, iluminando a Roma con su resplandor dorado como la aureola de un santo agonizante y prestando una corona de fuego a la cúpula de San Pedro; visto una vez, nunca puede olvidarse. Pero volvamos la espalda y sigamos nuestro camino, que va oscureciéndose a lo largo de la falda montañosa hasta llegar a Nemi, y tendamos la mirada, allá abajo, hacia el lago, dormido en su profundo socavón, que ahora desaparece rápidamente entre las sombras del anochecer. El lugar ha cambiado poco desde que Diana recibía el homenaje de sus devotos en el bosque sagrado. Es verdad que el templo de la diosa de la selva ha desaparecido y que el rey del bosque ya no está de centinela ante la rama dorada. Pero los bosques de Nemi todavía son verdes y cuando el crepúsculo va decolorándose por el oeste, llega a nosotros, llevado en las alas del viento, el sonido de las campanas de la iglesia de Roma, llamando al ángelus.
James George Frazer.
La rama dorada.
Traducción de Elizabeth Campuzano y Tadeo I. Campuzano.
Fondo de Cultura Económica. México, 2011.
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