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23 junio 2020

El arpa y la sombra



Y ante tales reyes, si es que rey se puede llamar a quien anda poco menos que con las vergüenzas de fuera, hacía yo mis ceremonias acostumbradas: alzaba la bandera de mis monarcas cristianos, cortaba algunas ramas y hojas con mi espada, proclamaba por tres veces que tomaba posesión de la tierra en nombre de sus Altezas, estando dispuesto —añadía— a responder con mi acero a quien me lo demandare, y testimoniaba y daba fe por escrito Rodríguez de Escobedo; pero lo exasperante, en el fondo, era que, después de mis genuflexiones, proclamas y arrogantes retos a demandantes que nunca aparecían por ninguna parte, todo quedaba igual que antes. Y es que, para tomar posesión de alguna comarca del mundo, hace falta vencer a un enemigo, humillar a un soberano, sojuzgar un pueblo, recibir las llaves de una ciudad, aceptar un juramento de obediencia. Pero aquí no ocurría nada de eso. Nada cambiaba. Nadie combatía. Nadie parecía hacer gran caso de nuestras ceremonias, actas y proclamas. Parecían decirse, unos a otros —y a veces con alguna enojosa risa—:“Que sí, que sí; que no hay inconveniente. Por nosotros… ¡que sigan!” Nos regalaban papagayos —¡y estábamos ya hartos de tantos papagayos verdes, pequeños, de ojillos socarrones, que jamás aprendían a articular una palabra en nuestro idioma!—, tantos ovillos de lana que no sabíamos ya dónde guardarlos, algún ramarillo de muy tosca hechura, y luego se ponían nuestros bonetes rojos, sacudían los cencerros y cascabeles, y, pareciéndoles todo muy gracioso prorrumpían en carcajadas dándose palmadas en las barrigas. Y quedaba yo en posesión de sus tierras sin que ellos se enteraran de nada, y, sobre todo, sin que aquella toma de posesión, en nombre de etc., etc., etc. (¡lo de siempre!…), me reportara mayores beneficios.

Alejo Carpentier.
El arpa y la sombra.
Akal. Madrid, 2008.