Con el Quijote estaban aprendiendo otro lenguaje, que hoy denominamos el lenguaje de la ficción.
Si nos preguntaran, la mayoría diríamos que la ficción es una historia ficticia que leemos para entretenernos, sabiendo perfectamente que no es verdad. Y, desde luego, esa definición es certera. Pero pensemos en lo que nos ocurre realmente cuando comenzamos a leer las palabras de una página o cuando los personajes de nuestra serie favorita empiezan a relacionarse entre sí. En una memorable escena de El gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald, los pensamientos de Nick Carraway lo transportan fuera del piso en el que se está entregando a cierta disipación y se imagina que «por encima de la ciudad, nuestra hilera de ventanas amarillas debía de resultarle algo misteriosa al observador ocasional que la viera desde las calles en penumbra, y yo estaba como él, alzando interrogante la vista. Estaba dentro y fuera. A un tiempo encandilado y repelido por la inagotable diversidad de la vida».
Al igual que Nick, cuando entramos en contacto con la ficción, estamos tan dentro como fuera de la historia que leemos u observamos; somos, a un tiempo, nosotros mismos, encerrados en nuestra especial forma de ver el mundo, y otras personas, quizá incluso alguien muy distinto a nosotros mismos, y sentimos que ese personaje ajeno habita un mundo muy diferente del nuestro. Y, también al igual que Nick, podemos quedarnos, en las páginas de nuestro libro o en la pantalla que tenemos delante, tan encandilados como repelidos por la inagotable diversidad de la vida. Esa capacidad para percibir realidades distintas y, en ocasiones, incluso contradictorias, sin rechazar ni una ni otra, es una de las principales razones de que nos atraiga tanto la ficción, en todas sus manifestaciones.
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Al ampliar el espacio de la ficción, Cervantes contrarrestaba el control que ejercía el Estado sobre las expresiones imaginativas de la subjetividad individual. Ese nuevo espacio, aunque supuestamente ofrecía verdades morales, en realidad enseñaba a sus lectores a suspender el juicio sobre la verdad o la falsedad, ya que ni una ni otra podían aplicarse fácilmente a la compleja estructura desarrollada por Cervantes. Y con esa suspensión del juicio los lectores aprenderían a no someter las expresiones de su imaginación al control del Estado, sino a someter la realidad en la que habían llegado a creer al cuestionamiento de su propio juicio, del mismo modo que los lectores de la venta habían sometido a su propio juicio a los personajes de Avellaneda. Cervantes no podía saber cuál sería la otra vida de su invención, pero esta suspensión del juicio y el concepto de realidad que produjo tendrían una influencia capital en el desarrollo de la historia intelectual moderna.
Lo creamos o no abiertamente, la mayoría, si nos pidieran que definiéramos la «realidad», diríamos que es lo que ocurre al margen de lo que nosotros podamos pensar. Aunque aceptamos que cada uno tenga formas diferentes de ver el mundo, en general damos por hecho que este tiene una existencia ajena a nuestra percepción subjetiva. Por evidente que esta idea pueda parecernos, no es algo universal y no siempre ha existido. Lo cual no quiere decir que, en otras épocas, la gente diera por hecho que no había una realidad objetiva y que, simplemente, cada uno tenía su versión de la misma. Lo que ocurre, más bien, es que la propia distinción entre realidad objetiva y subjetiva es histórica y culturalmente específica, no algo de lo que todas las culturas hayan dispuesto en todo momento.
William Egginton.
El hombre que inventó la ficción.
Cómo Cervantes abrió la puerta al mundo moderno.
Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.
Alba Editorial. Barcelona,2017