05 agosto 2021

Homer y Langley




Cualquiera que ha pasado algún tiempo en Nueva York sabe que la basura tiene aquí un significado muy especial. Es la metáfora de algo que no resulta fácil definir, tal vez el alma sucia de Manhattan. La idea me hace tratar de entender las razones que llevaron a Doctorow a escribir una parábola sobre los hermanos Collyer. No es casualidad que lo haya hecho precisamente ahora. Los difíciles tiempos que atraviesa en estos momentos la ciudad hacen pensar en los años de la depresión, que es cuando tuvo lugar la historia de Homer y Langley. Sea como fuere, la basura fue lo que precipitó el final de los hermanos Collyer.
El 21 de marzo de 1947, a las 8:53 de la mañana, se recibió en la comisaría local una llamada denunciando que había un cadáver en el brownstone. Cuando la policía hizo acto de presencia había más de seiscientas personas aglomeradas frente la casa, de la que emanaba un hedor insoportable. Los intentos de forzar la entrada principal no dieron resultado. Hubo que arrancar los goznes de la puerta. Al retirar las hojas de caoba apareció un conglomerado de objetos incrustados en un muro de periódicos sin fisuras. Un agente desvencijó una ventana del segundo piso, dejando al descubierto una pared de papel totalmente impenetrable. Se inició entonces la laboriosa operación de vaciar la casa. Los únicos seres capaces de desenvolverse con facilidad en el laberinto ciego en que se había convertido la mansión eran las ratas.
El primer cadáver no tardó mucho en aparecer. A primera hora de la tarde, los equipos de rescate dieron con el cuerpo de Homer, el hermano ciego y paralítico. Estaba sentado en una silla con la cabeza apoyada en las rodillas, al amparo de una bóveda de papel. El pelo le llegaba a los hombros e iba vestido con un albornoz harapiento. El forense dictaminó que había fenecido de inanición la noche anterior, después de pasar varios días sin comer. Los doce diarios que se publicaban a la sazón en Nueva York dieron la noticia de la muerte en portada. El cadáver de Langley no fue localizado hasta al cabo de más de una semana. Un alud de periódicos lo había sepultado vivo, a un par de metros de donde se encontraba su hermano, esperando que le llevara la cena. Se había enganchado en el cable de una de sus propias trampas, provocando el derrumbamiento de un túnel de papel. Su cuerpo se hallaba en avanzado estado de descomposición, medio devorado por las ratas. Llevaba puestas tres chaquetas, cuatro pares de pantalones y una bufanda de arpillera. Iba sin zapatos ni ropa interior. Al cabo de diecinueve días de desescombro se habían extraído ciento tres toneladas de basura. La vivienda se encontraba en un estado de podredumbre tal que las autoridades sanitarias decidieron que lo mejor sería demolerla.
La compleja operación de vaciar las entrañas podridas de la casa sacó a la luz la más delirante variedad de objetos que quepa imaginar. El catálogo que sigue, extraído de las crónicas de la época, es meramente indicativo: rastrillos, paraguas, bicicletas, cochecitos de niño, toda suerte de cajas y cofres, una colección de armas, lámparas (de pie, de araña y de pared), equipos fotográficos, juegos de bolos, la capota de un landó, maniquíes, postales de chicas pin-up, bustos de escayola, retratos al óleo, una estufa de queroseno, 25 000 libros (de los cuales 2500 eran de derecho), frascos con vísceras humanas, cientos de metros de sedas, brocados y damascos, alfombras, tapices, cuadros, relojes, una quijada de caballo, instrumentos musicales (banjos, cornetas, acordeones, un clavicordio, dos órganos, cinco violines y catorce pianos, verticales o de cola), partituras en braille, un gramófono con su correspondiente colección de discos, cajas de música, un antiguo aparato de rayos X, instrumental clínico y quirúrgico, trenes y aviones de juguete, el viejo Ford T y la piragua de Herman Collyer…
¿Qué permite concluir esta delirante relación?, me pregunto, pensando en Doctorow y su novela. ¿Qué nos dice la historia de Homer y Langley Collyer acerca de nosotros mismos? Tal vez carezca de sentido forzar ninguna explicación, concluyo, y dando por terminado este artículo bajo a dar un paseo. Entonces interviene el azar. Al cabo de unos minutos, en la confluencia de la calle 10 con la Sexta Avenida distingo la silueta inconfundible de Doctorow. Nos conocemos de otras veces. Me acerco a él. «Acabo de escribir algo sobre su última novela —le digo, incapaz de ocultar mi agitación—. Mejor dicho —puntualizo—, sobre los hermanos Homer y Langley, no es una reseña de su libro». Doctorow sonríe, sin decir nada. «¿En qué consiste el misterio?», le pregunto a bocajarro, tras unos momentos de silencio. «Cuando ocurrió todo aquello —responde—, yo no era más que un niño. Como a tantos neoyorquinos, la historia de los hermanos Collyer se me quedó enquistada en la imaginación durante todos estos años. No me quedaba más remedio que escribir un libro si quería entenderla».


Eduardo Lago. 
“Dos visiones de Doctorow.”
En Walt Whitman ya no vive aquí.
Sexto Piso. Madrid, 2018.