Tres poemas para Joana
ORACIÓN PARA J. M. R.
Música del amor; que te escondías
en sitios negros, dulces, como rosas del jazz,
enciende el día azul, extiéndete debajo de los pinos
y haz que brillen las flores, los muros y la tierra.
Sé aquella agua secreta que esperaba,
y, un instante, devuélvenos
la niña eterna que hoy abandonamos
en pozos invisibles.
Un poco de un instante, para que nos ayude
a no llorar de miedo y de vergüenza
sintiendo su misterio de bondad.
Danos, música de oro, unas lágrimas limpias
como la vida que hoy enterraremos.
Música santa, hazle compañía,
tú que vienes del otro mundo al nuestro,
tú que ya sabes cómo es su silencio.
Ese poema de Pere Rovira, fechado el día del entierro de Joana Margarit, el 5 de junio de 2001, abre el libro que Joan Margarit escribió durante la enfermedad y tras la muerte de su hija, que padecía el síndrome de Rubinstein-Taybe, una deficiencia a la vez física y psíquica.
Escritos entre el 10 de octubre de 2000 y el 1 de septiembre de 2001, los poemas de Joana son una forma de despedida y de consuelo, una intensa crónica poética del horror y la inocencia, del dolor del desenlace y de la ausencia.
Con motivo de la concesión del Premio Cervantes a su autor, los reeditan el Fondo de Cultura Económica y la Universidad de Alcalá de Henares en la Biblioteca Premios Cervantes, con un prólogo -Poesía y verdad- en el que Luis García Montero explica que “la conciencia del final, la obligación de acostumbrarse a la ausencia, las nuevas formas de sentir el alma clavada al suelo marcan un proceso que va de la posibilidad de apurar lo que quedaba de vida en los momentos del estar muriéndose hasta el vocabulario de un mundo que nombra una y otra vez a la hija muerta para traerla de nuevo a la vida. Se escribe desde el desamparo con voluntad de no engañarse, pero con el deseo de conservar aquello que tiene que ver de forma verdadera con el propio yo y sus relaciones con el mundo. Ya no se trata solo de recordar, sino de configurar los modos y la razones del recuerdo para darle una coherencia al significado de nuestro presente.”
De ese proceso de la enfermedad terminal al desamparo por la ausencia dan una buena muestra estos dos poemas:
SÚPLICA
De esta invernal mañana, amable y tibia,
por favor, no te vayas.
Quédate sumergida en este patio
como si hubieses naufragado
dentro de nuestra vida.
Bajo el laurel, entre las aspidistras
de románticas, verdes y anchas hojas,
por favor, no te vayas, no te vayas.
Todo está preparado para ti.
Quédate, por favor, y no te vayas.
Dime si lo recuerdas: necesito
unas palabras con la clara y honda
voz de la ausencia para preguntarte
por la fugacidad
de tu victoria sobre el nunca más.
Pero callas, descansas en tu ayer,
un lecho de tristeza fulgurante.
Te has ido encerrando durante ocho meses
en el capullo de la oscuridad,
y ahora, horrorizada por la luz,
surge aleteando la furiosa,
pálida mariposa de la muerte.
Pero, si estás muriéndote, aún vives,
y hago estallar la última alegría
de tu rostro cansado mientras tomó
entre las mías tus pequeñas manos.
Y me repito:
morirse todavía es vivir.
De esta invernal mañana, amable y tibia,
por favor, no te vayas, no te vayas.
Muchas cosas te están echando en falta.
Cada día se llena de momentos que esperan
esas pequeñas manos
que cogieron las mías tantas veces.
Hemos de acostumbrarnos a tu ausencia.
Ya ha pasado un verano sin tus ojos
y el mar también tendrá que acostumbrarse.
Durante mucho tiempo todavía,
la calle esperará ante nuestra puerta,
con paciencia, tus pasos.
No se cansará nunca de esperar:
nadie sabe esperar como una calle.
Y a mí me colma esta voluntad
de que me toques y de que me mires,
de que me digas qué hago con mi vida,
mientras los días van, con lluvia o cielo azul,
organizando ya la soledad.
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