Xavier Franquesa. Mentir es un instante
“Mentir es un instante reúne una selección de cuentos aparentemente diversos, pero todos ellos con un núcleo común: el imposible acceso a una verdad que no mienta. Porque toda verdad, y en estos cuentos hay mucha, deja de serlo en el momento en que se dice, en el momento en que una palabra le da soporte. Sin embargo, estos cuentos no nos abandonan a esa impotencia sino que nos enfrentan a una imposibilidad con la que hay que arreglárselas”, escribe Rosa Roca Romalde en el posfacio de Mentir es un instante, el volumen que reúne catorce relatos de Xavier Franquesa en Ediciones del subsuelo en torno a este punto de partida resumido en su pórtico: “Mentir es un instante; supone el valor de la decisión, la voluntad de ocultar esa verdad que siempre se nos escapa.”
Entre La vida de los espejos y El cine de Jonas Winnicott, catorce cuentos que exploran los límites de la expresión verbal y la fantasmagoría de la realidad con una admirable agilidad narrativa y con una prosa trabajada y eficiente que lleva al lector a un potente territorio de ficción que invade el mundo real.
Con narradores que entran y salen de los relatos como en un trampantojo para mostrar distintas perspectivas de los hechos, incluso contradictorias, propias de un mundo equívoco, para reflexionar sobre la materia narrada y para apelar a la complicidad del lector, hay en estos cuentos reflexiones constantes sobre la escritura, como estas:
Escribir lleva tiempo y eso sume a menudo al autor de una historia en la incertidumbre de mantenerse en sus trece, o en sus convicciones, al verse obligado a dar con una explicación sobre determinados hechos y acontecimientos que distan mucho de ser como los cuenta. Pero por algo había que empezar, dado que las evidencias cambian de aspecto y de nombre con suma facilidad. En eso estarán ustedes de acuerdo conmigo.
La literatura debería ser no un espejo sino una mentira que aparece en el espejo; un espejo sobre el que la mano nada encuentra, nada toca sino la fría y desnuda superficie de lo inexistente, de algo que se niega a corresponder, a doblegarse a nuestro deseo de otredad. Somos los mismos al otro lado del espejo, es decir, nada. Allí no hay vida. No la busque porque no la encontrará.
El humor negro y cómplice con el lector, las sorpresas en la revelación final de las voces del relato más que en los desenlaces y la soltura narrativa recorren estos relatos en los que hay una entrevista en directo con Dios en una iglesia de Soria o un terremoto que interrumpe la venganza de un ex recluso sobre un desenfrenado juez cuesta abajo en una calle de San Francisco, un asesinato de pianista en pleno concierto mientras interpreta una sonata de Schumann, un músico ambulante polaco que toca el acordeón en el metro de Brooklyn, la investigación de un posible asesinato en la estación de Penitents de la línea 3 del metro de Barcelona o un narrador testigo de la discusión de una pareja en el interior de un coche.
Dejo aquí como muestra y como invitación al libro este párrafo del cuento inicial, sobre el dudoso accidente de un autobús que cae a un pantano. Con él puede el lector hacerse una idea del alto nivel literario de estas espléndidas narraciones:
¡Qué incómodos debieron de ser para Cipriano los momentos previos al accidente! Como decía al comienzo, se acercaba por detrás un Chevrolet Fleetmaster Woody, familiar, tipo rubia, y el conductor del turismo, anticipándose a un tramo sinuoso repleto de curvas, quiso adelantar —a Cipriano le pareció una temeridad—, aproximarse al autocar para que este le cediera el paso arrimándose a su derecha. No queda claro cómo se comunican dos vehículos en marcha, pero ante la imposibilidad de dialogar, de que el conductor del Chevrolet pudiera informar amablemente a Cipriano de que también él tenía prisa, que lo esperaban urgentemente en Espot antes de las nueve, sólo cabían las intermitentes exclamaciones previstas en el claxon, interjecciones a lo sumo que sin el amable concurso de una traducción prevista, en ausencia de convenio, admiten como solución provisional un mensaje cualquiera; definitiva también, porque en casos semejantes la interpretación es bien recibida y si no ayuda a comprender lo que se dice, al menos siempre llama la atención. Sin que pueda decirse que fuera una casualidad —de no ser el Chevrolet pudo ser un automóvil cualquiera—, los dos conductores llegaban al mismo tiempo al recodo donde cabe situar el puente del siniestro, el del atolladero —así lo llaman los vecinos de la comarca que en trayecto ascendente circulan desde Sort al Port de la Bonaigua—. La recta anterior no era muy larga y, siendo así, para dejar pasar al turismo, Cipriano tenía que echar pie al freno y apear el autocar en la cuneta. En un día como aquel —como he dicho el retraso era excesivo y los usuarios del transporte llegaban tarde a su destino—, aquello era pedir la luna, de modo que, convencido de que lo mejor era no darse por aludido, hacer oídos sordos a lo que en su opinión no era sino una impertinencia, el buen hombre se enzarzó con el volante y lo apretó con las manos como si quisiera atornillarlo al chasis del vetusto y voluminoso vehículo, sin darse cuenta de que esa acción de autoafirmación, a falta de otras explicaciones, restaba agilidad, o entorpecía por completo su voluntad de encarar con eficacia la estrecha carretera entre los dos pretiles.
Entre la revelación y la alucinación, los relatos de Mentir es un instante exploran los límites difusos de lo creíble y lo inverosímil hasta el punto de que el lector de estos cuentos llega al posfacio y duda si no será otra fabulación la psicoanalista lacaniana que lo escribe con tan buena prosa.
Ya sabe el avisado lector que esa no es otra alucinación, que Rosa Roca Romalde es una persona real, pero hasta ese punto le ha enredado Xavier Franquesa con la tela de araña que ha ido tejiendo en el libro, hasta ese punto le ha abducido el poder seductor de estas páginas.
Porque, como se lee en Una sonata, “¿qué es la verdad sino la amiga, la escandalosa pareja sentimental de todo aquello que no es cierto?”
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