Dos poemas de Georg Trakl
GRODECK
En la tarde resuenan los bosques otoñales
de armas mortales, las áureas llanuras
y lagos azules, sobre ellos el sol
rueda más lóbrego; abraza la noche
murientes guerreros; la queja salvaje
de sus bocas destrozadas.
Pero silente se reúne en los prados del valle
roja nube, allí habita un Dios airado
la sangre derramada, frescura lunar;
todos los caminos desembocan en negra putrefacción.
Bajo el áureo ramaje de la noche y las estrellas
oscila la sombra de la hermana por la arboleda silenciosa
al saludar los fantasmas de los héroes, las cabezas sangrantes;
y suenan suave en el cañar las oscuras flautas del otoño.
¡Oh duelo tan orgulloso! Oh altares de bronce,
a la ardiente llama del espíritu nutre hoy un inmenso dolor,
los nietos no nacidos.
Ese magnífico texto, que condensa la traumática experiencia de Georg Trakl (Salzburgo, 1887- Cracovia, 1914) en el frente de Grodeck, es el último que escribió y forma parte de la edición de su Poesía completa que publica Trotta, con traducción de José Luis Reina Palazón.
Pocos poetas tan abismales y extraños como él, en quien la poesía es una forma de expiación de la culpa autodestructiva, una respuesta imposible al caos de un mundo opaco ante el que fracasa todo intento de explicación y desciframiento. Con dolorosa lucidez, expresó con sus imágenes nocturnas y lunares la imposibilidad de expresar lo inefable, de comprender lo incomprensible.
Órfica y crepuscular, con paisajes desolados, solitarios y habitados por la nieve y la noche, la de Trakl es una poesía que explora siempre los límites del sentido y de la realidad a través de una palabra que sale del silencio vaciada de sus valores referenciales y pragmáticos para construir la imagen desolada de un mundo en sombras. Como en este alucinado De profundis:
Hay un campo de rastrojos donde cae una lluvia negra.
Hay un árbol pardo que está allí solo.
Hay un viento silbante girando entre chozas vacías.
Qué triste es esta tarde.
A la vera del caserío
recoge aún la dulce huérfana escasas espigas.
Sus ojos redondos y dorados pacen en el crepúsculo
y su seno anhela al esposo celeste.
De vuelta al hogar
encontraron los pastores el dulce cuerpo
podrido en el espino.
Una sombra soy yo lejos de oscuras aldeas.
Silencio de Dios
bebí en la fuente del bosque.
Frío metal huella mi frente.
Arañas buscan mi corazón.
Hay una luz que se apaga en mi boca.
De noche me encontré en un brezal,
erizado de costra y polvo de estrellas.
En los avellanos
sonaron de nuevo ángeles cristalinos.
Hugo Mujica escribió sobre la poesía hiriente y fascinante de Trakl un memorable ensayo, La pasión según Georg Trakl, con párrafos como estos: “Tal como uno de esos pálidos ángeles de mármol que se emplazan sobre los sepulcros, como un pálido mensajero sobre las ruinas del fin de una época, Georg Trakl se alza como el testigo -testigo, partícipe y víctima- de la imposibilidad de nuestro tiempo: encarnar el alma en el mundo.
Trakl miró la vida y vio la muerte, por eso escribió, para vivir. Para dejarnos lo que fue esa vida: su obra.”
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