Isabel Bono. Me muero
Hemos llegado hasta aquí
hemos dejado atrás
el dolor y el incendio
y el dolor que sigue al incendio
hemos dejado atrás
cadáveres exquisitos
y un amor
con las alas mojadas en miel
no es humo ni ceniza
lo que ahora nos ciega
Así cierra Isabel Bono ‘alguien dice’, el poema inicial de Me muero, el nuevo libro que publica Bartleby Editores con un prólogo en el que Juan Marqués señala que “en la casa de la buena literatura siempre hay una chimenea encendida, pero en la casa de la poesía siempre ha de haber, además, un pozo.”
Organizados en una secuencia alfabética de sus títulos, los poemas de Me muero son una exploración en el dolor, la soledad y la sombra, un doloroso recuento de pérdidas y ausencias, una inmersión en la desolación de quien declara “yo no quiero ser nadie / yo no quiero ser nada.”
Así comienza su largo poema central, que articula el libro, le da título y resume su tono:
me muero
y tú también, así que no me tengas pena
no me mires inclinando la cabeza
dando por sentado que hay que resignarse
no hay que resignarse
habría que escapar, en todo caso
intentar escapar es una obligación
se nos olvida todo el tiempo que estamos vivos
y aun así continuamos de un lado a otro
de una vida a otra
cruzando pasos de cebra
transportando bolsas con ropa comida basura
cruzamos la vida entera sin detenernos
Atravesados por el tiempo fugaz, las premoniciones sombrías y el miedo sin fin, por la noche y el frío, sus versos descarnados habitan más en el pozo que en la chimenea, contienen mucha sombra, mucha niebla, un sol negro y algún breve destello, el que proyectan la memoria y las palabras que encienden un leve fuego para iluminar en la sombra insistente de este libro en el que “la luz puede curar, pero a veces no cura” y “siempre es la luz culpable de cada caída.”
Una luz que, pese a todo, algunas veces, sobre todo en los poemas finales, “nos toca, nos empapa / de algo muy parecido a la felicidad”. Una luz que, fugaz y pasajera, “siempre vuelve”, “es lo único que importa”, porque “mientras, la luz no se detiene.”
se nos olvida todo el tiempo que estamos vivos
y aun así continuamos de un lado a otro
de una vida a otra
cruzando pasos de cebra
transportando bolsas con ropa comida basura
cruzamos la vida entera sin detenernos
Atravesados por el tiempo fugaz, las premoniciones sombrías y el miedo sin fin, por la noche y el frío, sus versos descarnados habitan más en el pozo que en la chimenea, contienen mucha sombra, mucha niebla, un sol negro y algún breve destello, el que proyectan la memoria y las palabras que encienden un leve fuego para iluminar en la sombra insistente de este libro en el que “la luz puede curar, pero a veces no cura” y “siempre es la luz culpable de cada caída.”
Una luz que, pese a todo, algunas veces, sobre todo en los poemas finales, “nos toca, nos empapa / de algo muy parecido a la felicidad”. Una luz que, fugaz y pasajera, “siempre vuelve”, “es lo único que importa”, porque “mientras, la luz no se detiene.”
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