Dos rescates de Drácena
“Cien años después de que apareciera impreso el primer capítulo en una serie de entregas mensuales, ha llegado el momento de proceder a una lectura estrictamente literaria, no vicaria de la significación histórica de su autor”, escribe Ángel Luis Prieto de Paula en el prólogo -‘Manuel Azaña y el sabor de la ceniza’- que ha escrito para la edición en Drácena de El jardín de los frailes, seguramente la más completa y rigurosa que se ha hecho hasta ahora, que llega mañana a las librerías.
Retrato del artista adolescente, novela de formación o memoria novelada, Azaña fue publicando desde septiembre de 1921 hasta junio de 1922 sus doce primeros capítulos en la revista La Pluma y en 1927 editó la versión definitiva en un libro con siete capítulos más y un prólogo de diciembre de 1926 que terminaba así:
He puesto el mayor conato en ser leal a mi asunto, respetando, a costa de mi amor propio, los sentimientos de un mozo de quince a veinte años y el inhábil balbuceo de su pensar, en tal cruce de corrientes y tensión que en otro espíritu pudieran mover un giro trágico. No gusto yo, con afición egoísta, del tiempo pretérito. Me apiado de la mocedad verdadera, ignorante de su virtud: los placeres en proyecto son el origen del infortunio.
Nada más digo. ¡Quién no se forja la ilusión de escribir para gente avispada!
“La entera personalidad humana de Manuel Azaña -escribe Prieto de Paula- resulta inexplicable sin recurrir al testimonio de sus años de formación tal como queda recogido en esta obra.
Pero el relato en cuestión no solo importa para el esclarecimiento de la personalidad de Azaña; también como integrante de una de las corrientes narrativas con mayor rendimiento en la Edad de Plata de las letras españolas, que halla su formulación primera en las novelas «de 1902» y su entorno, de Azorín, Pío Baroja, Miguel de Unamuno y otros. Hablamos del relato de formación, en tanto que camino de perfección que recorre un mozo para convertirse en el ser adulto que revisita su pasado. En estas narraciones, todas ellas con un fundamental factor autobiográfico, se mezclan en proporciones desiguales los aspectos formativos, propios de la novela de aprendizaje (Bildungsroman) con los educativos o escolares, característicos de la novela pedagógica (Tendenzroman).”
En punto a lecturas nos tenían en seco. Reducíase la historia literaria a las páginas del libro de texto, grueso tomo con nociones preliminares de estética traducidas o adaptadas de Levéque: «La gota de rocío suspendida de los pétalos del lirio, el puro y casto andar de la doncella, la inmensa masa del océano agitado por la tempestad…», decía el libro para empezar a inculcarnos la noción de lo bello. El padre Blanco, oyéndonos decorar entre risas tales sandeces, se impacientaba. El mismo padre rigió aquel año la cátedra de Historia de España. Leíamos la obra de Ortega y Rubí, bondadoso señor, enemigo irreconciliable de Felipe II. No he olvidado algunos rasgos de su estilo: «Felipe II desembarcó en Inglaterra, bebió cerveza, fue galante con las damas y se captó las simpatías de los ingleses». Hablaba también de su «mano de hierro». El libro tenía entonces dos tomos; ahora, muchos más. O la materia o el saber del autor engrosaron con los años.
Para acabar de formarnos el espíritu estudiábamos un libro de filosofía, parto de un profesor de Barcelona, almacenista de bacalao que en los ratos de ocio producía metafísica. Ortodoxia pura.
—Vamos a ver, jóvenes —interrogaba el fraile—. ¿Qué es la verdad de conocimiento?
—«Adequatio intellectus et rei» —respondíamos con aplomo.
Nunca he vuelto a pisar terreno tan firme.
El otro rescate es El lazarillo español, de Ciro Bayo (1859-1939), un extravagante escritor tardío -el don Gay Peregrino de Luces de bohemia- al que difícilmente se puede definir como precursor del 98, cuando no publicó su primer libro de creación, El peregrino entretenido, hasta 1910.
El lazarillo español es un libro de viajes que apareció en 1911 con el subtítulo Guía de vagos en tierras de España por un peregrino industrioso y una inicial Declaración del autor en la que justifica así el interés de su relato:
Verás también cómo el ambular vagamundo es asequible a artistas y excursionistas que gusten salir de las trilladas rutas férreas y polvorientas carreteras; y que bien puede uno lanzarse por estos andurriales españoles, o por curiosidad o para solaz del espíritu, sin miedo a robos, secuestros y puñaladas, como piensan muchos extranjeros y tantos otros conciudadanos nuestros, para quienes la vida andariega es cosa de bohemios y un lío de peligros y de sobresaltos.
Cierto que se pasan fatigas e incomodidades, pero ellas se reducen a cero al fin de la jornada, si uno sabe revestirse de ánimo y se acostumbra a ver las cosas por el lado alegre. De otra manera, se fatiga el cuerpo inútilmente y se aplana el espíritu. El hombre que no es observador —dice un refrán ruso— es como aquel que cruza el bosque y no encuentra leña para calentarse, o, como se dice en castellano, «mira el mar y no ve el agua».
Así introduce el relato de su viaje desde Madrid, por La Mancha y la ruta de Don Quijote, por Sierra Morena y Andalucía, por el Levante hasta Barcelona en un itinerario geográfico y narrativo lleno de peripecias, paisajes y encuentros que convierten a Ciro Bayo en un precedente bohemio y quijotesco de los vagabundeos literarios de Pla o de Cela y de sus libros de viajes. Con estas líneas termina el suyo:
Por no ser menos que el Hidalgo de la Mancha, que a Barcelona llegó también entre el estruendo de gruesa artillería, yo hice mía la salva principesca; y altivo, ufano, alegre, satisfecho, salté en el muelle.
Y así terminó mi viaje.
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