04 agosto 2021

Aquí mando yo



El nuevo Pablo Iglesias, cansado de la lucha política, con la voz más tenue y sufrida, que ha reducido su círculo de confianza a pocas personas, muchas de ellas amistades de Irene Montero, y en buena medida incapaces de plantarle cara, busca un refugio. Lo encuentra en el chalet de Galapagar. Concretamente en una urbanización con una casa rodeada de un pequeño muro, lejos de la capital, donde vida y trabajo significan tensión y guerra. Cuando estalla la polémica sobre la compra de ese chalet, Iglesias e Irene Montero van sumando muchos momentos de estrés. El gran muñidor de la moción de censura a Rajoy comienza a aflojar también en el compromiso programático. «Se ha hecho eurocomunista», ironizan algunos dirigentes más veteranos.

Toda la retórica que sirvió para dar el asalto a los cielos se ha secularizado. Lo divino se ha convertido en terrenal. Y la compra de un chalet en las afueras, de por sí elemento residual de lo que debería ser el balance de la trayectoria de un político, se convierte en acto final de una tragedia, que sus protagonistas como mucho temían que acabara en farsa. Ese factor humano, esa búsqueda legítima de una zona de confort para huir de la batalla política, un búnker donde crear una familia y buscar serenidad, aquella misma serenidad que los indignados negaban a la «casta», es ahora un triste espejo de cómo ha envejecido el movimiento. La salida de Vallecas de Iglesias es el epitafio de sí mismo, que en octubre de 2015, durante la primera campaña electoral y tras su primera visita a La Moncloa, él mismo reza sin saberlo: «Son casta los que después de estar en un Parlamento suben al avión de un multimillonario. No lo son los que después de estar en el palacio de La Moncloa, y a mí a lo mejor me toca venir a vivir aquí, aunque me gustaría si es posible seguir viviendo en mi casa, vuelven con su gente, con su barrio, los que siguen llevando una vida que se parece a la de la mayor parte de los españoles, que asumen que el salario de un político no puede ser un insulto a la mayor parte de los ciudadanos que tienen estrecheces. Eso es lo que diferencia a los que hacen política y defienden a su gente, de los que hacen política y son casta».

A medida que el partido pierde capacidad propositiva, Iglesias comprende que el único elemento diferenciador del PSOE es Cataluña. Y en esa voluntad de acercamiento al separatismo, de seducción de la clase dirigente catalana ya rebotada contra Madrid, acaba acercándose a Jaume Roures, el empresario catalán que le asegura una plataforma mediática para difundir de manera más o menos directa su mensaje. Como decía Lenin, sin un periódico controlado por el partido, no se hace la revolución. Iglesias, que desde el comienzo había buscado su canal de televisión, lo logra con La Sexta. Y si el precio que hay que pagar es asumir entre sus valores el referéndum separatista en Cataluña, considera que es aceptable. La vanidad y la sed de poder se imponen.

En Cataluña, Iglesias encuentra su Waterloo. Comprende que la disyuntiva independencia-unionismo es para los morados un terreno de batalla muy complicado. Pero Bescansa, una de las expertas demoscópicas de Podemos, advierte de que cada vez que Iglesias habla de referéndum y autodeterminación, el partido pierde puntos. Es un goteo constante porque durante todo el bienio amarillo (2017-2018) el líder de los morados abraza la teoría de la equidistancia de Ada Colau. Acabará incluso ofreciendo liderar la lista de Barcelona a Jaume Asens, además de amigo personal de Iglesias, es quien aconsejó a Toni Comín huir de la justicia española para sumarse a la fuga de Carles Puigdemont después del 1 de octubre de 2017, según publicó Gonzalo Boye, abogado del expresidente de la Generalitat en su libro Y ahí lo dejo. Crónica de un proceso. El dirigente de Podemos llegó incluso a presentarle a este abogado chileno condenado por colaborar en el secuestro de un empresario a manos de ETA.

A los ojos de muchos votantes de Podemos, después de cinco años de construcción de un partido personalista, la suma ya no es positiva. Además, el «partido del cambio» no solo no se ha envuelto en la bandera española, como hubiera podido hacer, y ahora posiblemente estaríamos escribiendo otra historia, sino que se ha colgado en la solapa un pin amarillo. La brújula del joven líder que entusiasmó a una generación de treintañeros frustrados por la crisis y deseosos de gritarle al sistema «qué hay de lo mío» se ha averiado. Su electorado, posmoderno como él o desencantado con las promesas populistas, comienza a formar sus propias familias. Regresa a casa. La noche ha sido divertida, pero el compromiso acaba con los primeros rayos de sol.

Luca Costantini.
Aquí mando yo. 
La Esfera de los Libros. Madrid, 2019