Antología poética de Martínez Mesanza
SAN LUIS
A Violeta
Hay algo noble en todas las espadas.
Hay algo noble en todos los jinetes.
Y espadas nobles hay en manos regias,
y audaces horas y monarcas santos
que cabalgan enfermos, poseídos
por una gracia que el temor destruye.
Ellos nunca quisieron ser los dioses
pues Dios era su sueño y su vigilia.
Hay espadas que empuña el entusiasmo
y jinetes de luz en la hora oscura.
A Violeta
Hay algo noble en todas las espadas.
Hay algo noble en todos los jinetes.
Y espadas nobles hay en manos regias,
y audaces horas y monarcas santos
que cabalgan enfermos, poseídos
por una gracia que el temor destruye.
Ellos nunca quisieron ser los dioses
pues Dios era su sueño y su vigilia.
Hay espadas que empuña el entusiasmo
y jinetes de luz en la hora oscura.
De ese poema, de Europa en su edición de 1986, toma su título la amplia antología de la poesía de Julio Martínez Mesanza que publica Ars Poetica.
La ha preparado Alfredo Rodríguez, que en su estupendo prólogo ‘El mito del alma’ destaca que “el fundamento último que sostiene la poesía de Mesanza es moral. Moral, no moralista. El poeta defiende la naturaleza de la poesía como realidad moral. Estaríamos hablando de esa experiencia que nos obliga a distinguir entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto, y cuya elección deja un poso profundo en el alma. Esa dimensión moral de su obra se aprecia, además, en la celebración de virtudes como el heroísmo, el coraje, la lealtad, la nobleza, que hacen su aparición entre jinetes, duelos, caballos y campos de batalla. Como lectores, sentimos que de alguna manera pertenecemos a ese lugar. Nunca hemos podido escapar del todo de los mitos y ritos del alma, de los sueños de la Cultura, de las construcciones mentales anteriores a nuestra modernidad actual.”
Ese mundo moral estaba ya bien delimitado en 1983, cuando publica la primera edición de Europa, punto de partida de un ciclo poético creciente que tendría sucesivas ediciones ampliadas en 1986, 1988 y 1990. A aquella primera entrega pertenece este poema, uno de los más conocidos de Martínez Mesanza:
También mueren caballos en combate
y lo hacen lentamente, pues reciben
flechazos imprecisos. Se desangran
con un noble y callado sufrimiento.
De sus ojos inmóviles se adueña
una distante y superior mirada,
y sus oídos sufren la agonía
furiosa y desmedida de los hombres.
Esa música rotunda del endecasílabo blanco encauza el mundo moral y la tonalidad poética de un libro que en su tercera edición, de 1988, añadía poemas como este:
VÍCTIMA Y VERDUGO
Soy el que cae en el primer asalto
entre el agua y la arena en Normandía.
Soy el que elige un hombre y le dispara.
Mi caballo ha pisado en el saqueo
el rostro inexpresivo de un anciano.
Soy quien mantiene en alto el crucifijo
frente a la carga de los invasores.
Soy el perro y la mano que lo lleva.
Soy Egisto y Orestes y las Furias.
Soy el que se echa al suelo y me suplica.
Jinetes de luz en la hora oscura resume cuarenta años de escritura poética que, entre Europa y el reciente Gloria, han ido matizando la voz inconfundible de un poeta dueño de un mundo personal potente que ha ido creciendo con libros como Las trincheras o Entre el muro y el foso.
Entre los poemas paganos de Europa y los cristianos de Las trincheras, de los poemas amorosos de Entre el muro y el foso al cántico de los dones de Gloria, Martínez Mesanza ha construido un mundo poético que con la música solemne de sus endecasílabos blancos cincela bajorrelieves en los que evoca ciudades y desiertos, pérdidas y esperanzas, torres caídas y caballos muertos en medio del humo de las batallas.
Con un tono oscilante entre lo lírico y lo épico, lo epigramático y lo narrativo, conviven en esta poesía la reflexión moral y la emoción de un yo que se ha ido erigiendo para meditar sobre el hombre y la historia. Ese era el centro, el núcleo de sentido del poema que cerraba Las trincheras, un libro en el que la esperanza se proyecta sobre un mundo sombrío que toma la forma de una lluvia oscura sobre los laberintos que van hacia la nada del desierto:
Han caído las torres, y el desierto
es ahora tan grande como el alma:
esas torres que alcé y ese desierto
que quise mantener lejos del alma.
Los enemigos que inventé murieron
y si hay otros no quiero imaginarlos:
así que no vendrán los enemigos.
Y los amigos no vendrán tampoco,
igual que yo no iré a ninguna parte:
han quedado atrapados en sus reinos,
perplejos como yo, sin esperanza,
y miran las desmoronadas torres
que fueron su pasión y su defensa,
y el desierto es el dueño de sus almas.
Entre el muro y el foso, su tercer libro de poemas, se encomendaba a una cita del trovador Gui de Cavaillon, en la que aludía a una guardia nocturna y solitaria en ese espacio estrecho que hay entre un muro y un foso. Y así comenzaba también uno de los textos más representativos del libro:
Entre el muro y el foso, largas noches.
Negras noches de guardia junto a nadie.
El muro, la ansiedad y el negro foso
que no puedo mirar y el cielo negro
igual que un infinito precipicio.
Entre el muro y el foso, dentro o fuera
de la ciudad cercana y pavorosa;
así paso la noche de mi vida,
mientras consume la inacción los dones.
Un libro serio, seco y grave, ocupado por las torres caídas y los laberintos, el desierto y los puentes derribados, las noches y las rosas mortales, con una oscura tonalidad reflexiva en la que se conjuran lo moral y lo épico para construir una poesía sin preguntas, como toda la de su autor, una poesía elegiaca y un lamento del tiempo, como en el escueto La rosa en la urna:
La rosa en la urna, ajena a ruido y furia,
es la rosa feliz, la rosa muerta.
Un tono bien distinto del que aparece en San Esteban, uno de los poemas de Gloria, un libro intimista y religioso de 2016 que mereció el Nacional de Poesía el año siguiente por aportar, según el jurado, “un aire nuevo a la tradición clásica, avanzando en profundidad en esta nueva entrega poética, plena de belleza formal y sentido de la rebeldía ante el pensamiento único vigente”:
Para decirte que la gloria existe
y es ausencia de orgullo en la hermosura
y más ausencia siempre que presencia,
porque siempre conduce a la extrañeza,
se alza la torre frente al mundo frío.
“Alguien dijo -escribe acertadamente Alfredo Rodríguez- que en la historia de la mayoría de los lectores de poesía hay un número limitado de poetas que realmente han contado. Como si cada lector tuviera asignado un cupo de poetas que las circunstancias de la vida irán llenando con un poeta u otro. Y estos son los poetas a los que uno vuelve, los poetas en los que uno va profundizando con los años, los que le acompañan durante toda la vida. Mesanza es uno de ellos para mí. Además es un poeta que nunca tiene prisa por publicar, que casi publica un libro cada década. Sabe que el arte es incompatible con la prisa, y que la belleza es lentitud, como quería Ezra Pound. Si la poesía es exprimir todas sus posibilidades al lenguaje para que surja una verdad, Mesanza tiene muy claro cuál es su verdad: que la poesía es uno de los pocos dones del espíritu que le quedan al hombre contemporáneo. Y lo más parecido a la plenitud del bien lo hallamos en el acto de crearla. Es un don de Dios, como el estado de gracia. Pues bien, esa verdad suya, la que está en sus mejores poemas, es una verdad que duele -el poeta es consciente de ello-, que te «toca» o no y, si lo hace, es para siempre. Y no sabes explicar bien por qué. Y es que los grandes poetas, los más grandes, se nos imponen más allá de la razón.”
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