19 agosto 2021

Incondicionales



Una de las cosas de este mundo que se pagan más caras es la popularidad, o sea, la admiración. Si pudiera me dirigiría a las personas que producen estos sentimientos -políticos, literatos, artistas de toda clase, eminencias de uno u otro orden, etc.- y les pediría que se pusiesen en guardia contra la admiración. Ante todo, los admiradores son pesadísimos. Lo único que divierte a las personas inteligentes es la crítica fundada y real. Los admiradores hacen perder una enorme cantidad de tiempo. El admirado realiza muchas inclinaciones con la cabeza, acepta las sandeces que formula el admirador y suele irse más bien resoplando. Los peores admiradores son los incondicionales, y son literalmente insoportables -los que siempre hablan de forma incondicional de lo que el admirado ha hecho-. Si el admirado es un hombre responsable, los odia en el acto, pero va haciendo las inclinaciones favorables. Si el admirado no sabe que las cosas de este mundo suben y bajan, es que es un cretino total, por muchos premios que haya obtenido. Un cretino total. 

 En el mundo en que vivimos, esta historia no admite más que una solución: que el admirado se vuelva un admirador de los admiradores. El hecho produce un equilibrio más bien estable. Cuando el admirador se considera admirado, por lo menos se calla. Lo mejor es que el cretino intrínseco se calle. Es lo que ha pasado con los políticos europeos actuales. El pueblo -el populo, como lo llaman en Francia- es admirado por los políticos, y el pueblo manda. El pueblo es el rebaño puro, el cretinismo total, basado, no obstante, en dos cosas fundamentales: trabajar cada día menos y de forma más grosera, y ganar cada día más. En las exposiciones de arte ocurre otro tanto: todo depende de lo que se vende y de los asistentes. Los libros más importantes son los que más se venden. Los demás, por mucha calidad que tengan, para nada importan.

Y así vamos tirando.
   Josep Pla.

Notas y dietarios.

Destino. Barcelona, 2016.