Ignacio Espeleta, como una tortuga romana
De «hermoso como una tortuga romana» y de hombre con una singular «cultura en la sangre» califica Federico García Lorca al más célebre representante de una familia gaditana y gitana, pródiga en artistas flamencos. Para muchos aún, decir Ignacio Espeleta es decir fuerza y alegría vital, gracia, ingenio y duende a carradas. Su corpulenta estampa parecía contradecir a los ángeles ligeros de su arte, y, donde su persona estuviese, allí estaba también el espíritu mismo del flamenco; todo en él denota una potente y gaditanísima personalidad humana y artística, capaz de contagiar hasta las losas del suelo. Como cantaor, Ignacio lució en mil fiestas su ángel, majeza y admirable compás en los cantes por bulerías y alegrías, de las que fue intérprete señero, así como de unos tientos muy personales y puros. Incorporó a las alegrías y bulerías, siempre poseídas en su voz de un incopiable «ello», el entonado y onomatopéyico «tarantantrán» con que iniciaba esos cantes y que resulta tan ambientador como adecuado desde el punto de vista técnico para «cogerse» a la guitarra; fue asimismo buen «soleaero», especialmente en la soleá corta.
La figura de Ignacio Espeleta también aparece notablemente ligada, en las tres primeras décadas del siglo, a las celebraciones del Carnaval gaditano, así como al famoso espectáculo «Las calles de Cádiz», en el que, descubierto por Lorca para el folklore teatral casi al final de su vida, dictó Ignacio lecciones de buen cante y suprema gracia por España y América junto a Encarna la Argentinita, la Macarrona y la Malena. Junto a la todavía célebre historia de cierta taberna que, en la intención de ayudarle, le abrió en Cádiz al gitano un admirador suyo, y que hubo de cerrar a los cuatro días porque se la habían bebido y comido Ignacio y sus amigos, es fama, tal en el caso del no menos gaditano Tío de la Tiza, la prodigiosa resistencia a currelar, o sea a trabajar, de nuestro hombre. Por los alrededores del Mercado central, al que iba mucho desde su casa junto a la Posada del Paraíso —frente a la cárcel antigua y sobre el Campo del Sur—, en sus fiestas y paseatas o en su frecuentadísima tienda del Matadero, donde pasaba horas y horas, Ignacio mostraba sus manos a cuantos quisieran o no quisieran verlas, sobre todo cuando había cerca alguien muy metido en un trabajo pesado, y se jactaba alegremente, como el Tío de la Tiza:
—¡Mira estas manos: vírgenes de currelo!
Tan preclara «alegría laboral», como la ha llamado Augusto Butier, no fue, sin embargo, redonda, pues pocas cosas lo son en este mundo: Ignacio Espeleta figuró en plantilla durante años como operario del matadero gaditano, igual que el Mellizo, y llegó en él a jefe de la tripería. Cierto o no el rumor de que debió dejar el cargo a cuenta de unos kilos de carne que se distrajeron, la cosa es que Ignacio pasó luego a tener a su cuidado los jardines de la Plaza de España y a regresar posteriormente al matadero, en todos los casos sin dejarse la vida, y tal vez ni una uña, en el currelo.
García Lorca, en una conferencia, contó que Ignacio Espeleta le había explicado:
—¡Pero cómo voy a trabajar, si soy de Cádiz!
No obstante esa señalada, casi divina alergia al trabajo —pródiga en otras y reveladoras anécdotas—, Ignacio fue buen padre y esposo, aunque tardío, ya que casó, con María Patrocinio Delgado, el 25 de julio de 1927, a los cincuenta y seis años de edad; su hijo José en reciente disco de Hispavox, ha grabado, con el título de «Nochebuena en Cádiz», unas agraciadas bulerías de su padre. José nació en 1902: una guía gaditana de ese año reza inverosímilmente: «Espeleta, Ignacio. Prestamista de alhajas. Calle Mirador, 8...»
Ignacio Espeleta fallece con sesenta y siete años el 4 de diciembre de 1938.
Fernando Quiñones.
De Cádiz y sus cantes.
Ediciones del Centro. Madrid, 1974.
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