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09 noviembre 2021

Valéry. Tratar de vivir

 


Valéry se apaga poco después del final de la guerra, el 20 de julio de 1945. Cuatro días más tarde, llevan solemnemente su ataúd de la place Victor-Hugo a la del Trocadero antes de depositarlo sobre un catafalco elevado. El 25 de julio se celebra el funeral de Estado, a voluntad del general De Gaulle que, como Jean Moulin, lo leía y admiraba desde hacía tiempo. El mismo día, André Gide, su amigo durante cincuenta años, le rinde homenaje en la portada de Le Figaro: «La muerte de Paul Valéry no sólo enluta Francia; del mundo entero se eleva el lamento de todos aquellos a quienes llegó su voz. La obra permanece, es cierto, inmortal tanto como puede aspirar a serlo una obra humana y su proyección continuará extendiéndose a través del espacio y el tiempo».
La gloria de Valéry parece entonces tan asegurada como el olvido y casi el desdén en los que se encuentra hoy día. […]
Para la mayoría, Paul Valéry se ha convertido en sinónimo de monotonía, frialdad y aburrimiento. Apenas se lee. Parece que ya no da que pensar. […]
Este olvido de Valéry me entristece por lo injusto que me resulta. Es uno de esos autores, no tan numerosos, que nunca han dejado de acompañarme desde la adolescencia.

Cuando acaban de cumplirse los ciento cincuenta años del nacimiento de Paul Valéry el 30 de octubre de 1871, Ediciones del Subsuelo publica un magnífico libro de Benoît Peeters: Valéry. Tratar de vivir, al que pertenecen esas líneas, con traducción de Mateo Pierre Avit.

Peeters publicó hace más de treinta años Paul Valéry, une vie d’écrivain?, una primera aproximación a la vida y la obra de Valéry, que creo que sigue sin traducirse al español. No era más que un primer paso, como indica el biógrafo en el primer capítulo, ‘Por qué Valéry’:

“Paul Valéry, une vie d’écrivain? se publicó en 1989 y tuvo cierta repercusión.
No había terminado con Valéry. Casi cada vez que aparecía un nuevo libro acerca de él me apresuraba a comprarlo, incluso si dejaba para más tarde su lectura. Valéry continuaba formando parte de mí, más que Mallarmé por ejemplo. Sin embargo, no tenía por su obra la misma admiración que por las de Proust o Kafka. No lo releía sin cesar. Pero seguía siendo una figura familiar, como un compañero de viaje.
Lo retomo, pues, veinticinco años más tarde. Estoy más convencido que nunca: Paul Valéry no es lo que la posteridad ha hecho con él. Si bien muchos de sus poemas han envejecido, su poética sigue siendo fecunda. Sus prosas, soberbias, deparan múltiples sorpresas en los registros más variados. Y sus Cuadernos, de tono tan libre, tan moderno, están lejos de haber revelado todos sus secretos. Pero lo que me fascina personalmente, al menos tanto como su obra, es el propio Paul Valéry. Su itinerario vital me parece que propone una de las más fascinantes figuras de escritor que se puedan imaginar.”

Entre el estudio biográfico y la crítica literaria, con una admirable combinación de agilidad narrativa, rigor ensayístico y admiración por su obra y su personalidad, Benoît Peeters hace una intensa evocación de la vida oscura de Valéry, una lectura sutil de las claves poéticas y vitales de Valéry, un seguimiento de los temas que recorren su obra y una aproximación a su mundo intelectual y sentimental, reflejado en los miles de páginas de sus Cuadernos, a su ideología política, a su austeridad, a sus preocupaciones económicas, a su profesionalización (“la detestable profesión del hombre de letras”), a su glorificación como poeta nacional o a la disciplina que le llevaba a empezar a escribir diariamente a las cinco de la mañana.

Con un evidente impulso narrativo que renuncia a la erudición y a la meticulosidad del dato para acercarse a la persona y al escritor, las casi cuatrocientas páginas de Valéry. Tratar de vivir exploran el lado humano de un poeta al que habitualmente se le ha achacado su exceso de frialdad y formalismo, su tendencia a la abstracción, su cerebralismo.

Esa voluntad de indagar no sólo en la ambición intelectual, la actitud mística y la exigencia estética que sostiene su obra, sino sobre todo en el mundo afectivo y apasionado de un hombre gris, frágil y ardiente se destaca ya en la cita inicial que Peeters ha situado al frente de su obra. Unas frases de Mélange en las que Valéry escribe:

He aquí un hombre que se presenta ante usted como racionalista, frío, metódico, etc. Supongamos que es todo lo contrario y que lo que parece es el efecto de su reacción a lo que es.

Y en uno de sus últimos escritos, pocas semanas antes de morir, afirmaba “concebir como nadie lo ha hecho el papel extraordinario que el amor absoluto puede desempeñar en las creaciones de la mente. [...] Esta alianza admirable fue mi única ambición en este mundo.”

A esa luz del corazón y de la abundante correspondencia de Valéry aborda Benoît Peeters episodios decisivos en su vida y su obra, como la crisis de “la noche de Génova”, que en octubre de 1892 lo haría huir de lo sentimental y lo apartaría durante más de veinte años de la poesía y los afectos, a los que renacerá en 1917 con La joven Parca.

Se suceden así en los capítulos breves del libro su matrimonio con la enfermiza Jeannie Gobillard, la relación con  sus cuatro amantes y la desilusión de un amor final que precipitó su muerte, el encuentro decisivo con Pierre Loüys, la amistad con Huysmans, Marcel Schwob o André Gide, su admiración por Mallarmé, que le reconoció “el don de la sutil analogía, con la música adecuada”, o sus relaciones conflictivas y finalmente rotas con Breton y Aragon y sus círculos literarios, que trazan un panorama global sobre el telón de fondo de la evolución de las tendencias literarias en la Francia de la primera mitad del XX.

“El viento se levanta. Es preciso tratar de vivir” es el verso del Cementerio marino de Valéry del que toma su título el libro, del que escribe Peeters: “Lejos de la homogeneidad de la biografía clásica, mi evocación de la trayectoria valeriana oscilará constantemente entre la cronología y la temática. Unas veces, propondré un cuadro, el detalle de un momento clave: la estancia en Londres de 1896, la muerte de Mallarmé, la escritura de La joven Parca, el encuentro con Catherine Pozzi... Otras, insistiré en un motivo, la continuidad de un tema: los intentos de clasificación de los Cuadernos, la afición a las ciencias, el compromiso europeo... Mencionaré por supuesto el surgimiento de los principales proyectos, las circunstancias de su elaboración, las vicisitudes de su recepción. Cuando la obra de Valéry está a punto de pasar a dominio público, me gustaría dar nuevas razones para interesarse por ella y sugerir algunos caminos para aventurarse en ella. Pero primero quiero rastrear en estas páginas la historia de un hombre. Para Paul Valéry, «Tratar de vivir» no fue sólo la mitad de un verso.”

Paul Valéry dejó a su muerte 261 cuadernos que había empezado a escribir en 1894 como resultado de una crisis de creatividad, aquella “noche de Génova” que le llevó a pensar que no estaba a la altura de Rimbaud o Mallarmé y a abandonar temporalmente la poesía. Se publicaron póstumos en edición facsímil de 29 tomos y 26.600 páginas que son el testimonio de su curiosidad intelectual y su voluntad de conocimiento, su idea de que frente a la inteligencia y al instinto, se debe buscar la armonía que conjugue lo racional y lo instintivo, lo sensible y lo intelectual.

Seguramente por eso hay en este ensayo más atención a la obra en prosa de Valéry que a su poesía, a obras como La joven Parca o El cementerio marino, en las que la ética de la forma hace de la creación poética un medio de expresión de lo inefable a partir de una tensión sostenida entre contrarios: el fondo y la forma, el tiempo y la eternidad, la tierra y el cielo, el cuerpo y el alma, el ser y la nada.

Y 'nada', rien, parece que fue la última palabra que pronunció antes de morir el 20 de julio de 1945. Para entonces era un firme candidato al Nobel y se le consideraba el mejor poeta francés del siglo XX.

“Valéry -escribe Benoît Peeters- no es sólo un gran escritor; es el autor de una obra intelectual de primer orden.”

Fue enterrado con honores de estado en el cementerio marino de Sète, en la costa mediterránea, donde había nacido setenta y cuatro años antes y donde un día proyectó largamente su mirada sobre la calma de los dioses.