Baudelaire. Un comedor de opio
“Mientras escribimos estas líneas, llega a París la noticia de la muerte de Thomas de Quincey. Con ella expresamos el deseo de la continuación de este glorioso destino, ahora bruscamente interrumpido. Digno emulador y amigo de Wordsworth, Coleridge, Southey, Charles Lamb, Hazlitt y Wilson, deja numerosas obras […] No sólo se creó la fama de uno de los espíritus más originales, más auténticamente humorísticos de la vieja Inglaterra, sino también de uno de los caracteres más afables, más caritativos que han honrado la historia de las letras, tal como ingenuamente lo ha escrito en los Suspiria de profundis, que vamos a analizar a continuación y cuyo título cobra, en esta dolorosa circunstancia, un acento doblemente melancólico. De Quincey ha muerto en Edimburgo, a la edad de setenta y cinco años”, escribía Charles Baudelaire en el texto preliminar de los Hechizos y torturas de un comedor de opio, que publicó en París la Revue contemporaine en dos entregas, el 15 y el 30 de enero de 1860 y que se integraría en mayo como segunda parte de Los paraísos artificiales. Opio y hachís, con su título definitivo, Un comedor de opio.
Lo recupera ahora Firmamento Editores en un volumen que llega hoy a las librerías con una brillante traducción de Carmen Artal y un prólogo ('La traducción como patología') en el que Cristian Crusat señala que “si las Confesiones de un opiófago inglés (1821) de Thomas de Quincey marcan el comienzo de la tradición de la literatura drogada, Un comedor de opio (1860) de Charles Baudelaire marca el comienzo del sentimiento del horror de la vida” y “puede definirse como uno de los planetas interiores que orbitan alrededor de la estrella mayor del universo drogado: las Confesiones de un opiófago inglés.”
Además de una traducción parcial comentada de las Confesiones de un opiófago inglés y de los cuadros poéticos y ensueños de su complementario Suspiria de profundis, su segunda parte, de 1845, Un comedor de opio es una peculiar biografía de Thomas de Quincey y una vía de entrada en el mundo baudeleriano de Los paraísos artificiales, que proyecta aquí con magnífica prosa su propia imagen de oscuro intérprete en una labor de reescritura creativa para elaborar lo que Crusat define en su prólogo como “una teoría del placer”.
Reescritura creativa y selectiva que reduce el original traducido -que se reproduce en cursivas- a la mitad y lo dota de una nueva intensidad con su enfoque analítico, con su conexión con la biografía de De Quincey y con su crítica de la repercusión moral, psíquica y estética del consumo de alucinógenos: “Debo recordar -escribe en el capítulo de conclusiones- que el objetivo de este trabajo era el demostrar, con un ejemplo, los efectos del opio sobre un espíritu meditativo e inclinado al ensueño.”
Así evoca Baudelaire la primera relación de De Quincey con el opio en sus 'Confesiones preliminares': “No, no fue buscando una voluptuosidad culpable y perezosa por lo que empezó a servirse del opio, fue simplemente para suavizar las torturas del estómago nacidas del cruel hábito del hambre. Estas angustias de hambriento datan de su primera juventud, y es a los veintiocho años cuando el mal y el remedio aparecen por primera vez en su vida, tras un periodo bastante largo de felicidad, de seguridad y bienestar.”
Y añade en el apartado 'Voluptuosidades del opio' “Tal como dije al principio, la necesidad de aligerar los dolores de una organización debilitada por aquellas deplorables aventuras de juventud fue la que engendró en el autor de estas memorias el uso, primero frecuente, y después diario, del opio.”
La exaltación intelectual que provoca el opio, sus efectos crónicos y sostenidos frente a los del alcohol son manifestaciones de esas voluptuosidades, que De Quincey experimentó cada sábado entre 1804 y 1812 y a diario desde 1813 para calmar sus insoportables dolores de estómago, lo que desembocó en el exceso de dosis y en un estado de melancolía, horror y alucinaciones que resumen las torturas del opio, su lado oscuro, el castigo de la impotencia intelectual, la confusión del sueño y la realidad, la angustia del abismo y de las sombras. Un descenso a los infiernos y una “Ilíada de males” en palabras de De Quincey.
“Mientras recorría tantas y tantas veces estas extraordinarias páginas -escribe Baudelaire en un espléndido pasaje- no podía impedirme divagar sobre las diferentes metáforas de las que se sirven los poetas para describir al hombre que ha regresado de las batallas de la vida; es el viejo marinero con la espalda encorvada, con la cara trabajada por una red inextricable de arrugas, que acerca al calor del hogar una heroica armadura escapada de mil aventuras; es el viajero que al anochecer vuelve la cabeza hacia los campos que ha cruzado por la mañana y que recuerda, con enternecimiento y tristeza, las mil fantasías de las que estaba poseído su cerebro mientras atravesaba aquellas regiones, ahora vaporizadas en horizontes.”
Al final de estas páginas de creciente intensidad expresiva y anímica, esta es la memorable frase que cierra el libro:
Pero la muerte a la que no consultamos sobre nuestros proyectos y de quien no podemos solicitar su aquiescencia, la Muerte, que nos permite soñar con la felicidad y con la fama y que no dice ni sí ni no, sale bruscamente de su emboscada y barre de un aletazo nuestros planes, nuestros sueños y las arquitecturas ideales donde abrigamos con el pensamiento la gloria de nuestros últimos días.
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