07 marzo 2022

Las cerezas del cementerio

 


“La naturaleza para Félix, como para Miró, es un interior, un paisaje interior, es más que un templo, es un tálamo, es una alcoba. Una alcoba infinita. Son una misma cosa yerbas y alfombras, parrales y doseles, frutas y joyeles ¿Sobrerrealismo? No; sino interiorismo.

Y a ello responde el estilo de Miró, su manera de tejer y de bordar sus paisajes y sus figuras humanas. Y de realzar el bordado con los adjetivos más comunes que lanzan tornasoles o mejor tornalunas a una luz de ensueño. Ni esas figuras hablan como en la vida exterior que pasa y se borra sino como en la vida interior que se queda en ensueño, en recuerdo. En el recuerdo que, como lo comprendió Miró mismo, «les aplica la plenitud de la conciencia».[…]

Miró […] vivió, vivió sus obras, vivió sus figuras de pasión y sus paisajes, los vivió, o sea que los soñó para siempre. Y aquí están, lector, entre tus manos. Sólo te queda ahora vivirlos, soñarlos tú; sólo te queda hacerlos estados de tu conciencia esponjada en la Conciencia Universal”, escribía Unamuno en el prólogo a Las cerezas del cementerio, de Gabriel Miró, que acaba de reeditar Drácena.

Fue la primera novela de Miró, que la fecha en Alicante en 1909 y la publicó al año siguiente, cuando  Baroja, con prosa menos cuidada y más vigor narrativo, publicaba César o nada, una de sus mejores novelas junto con El árbol de la ciencia, que aparecería en 1911.

Como sus posteriores Nuestro padre san Daniel y El obispo leproso, Las cerezas del cementerio es uno de los mejores exponentes en español de los nuevos caminos que se estaban explorando en la novela del siglo XX tras la crisis finisecular del realismo y el naturalismo.

Modernista y decadentista, se organiza en torno a la relación entre Félix Valdivia y Beatriz, una mujer casada, para hacer una indagación profunda del tema amoroso desde una perspectiva estetizante en la que se cruzan la profundidad interior y la realidad exterior, el sentimiento y el paisaje, el erotismo y el esteticismo, la sensualidad y el placer estético.

Y es también una muestra de la enorme capacidad descriptiva de Gabriel Miró, de la importancia que tiene en su obra la mirada, que se convierte en un elemento esencial de la escritura desde el primer párrafo de la novela:

Desde el primer puente del buque contemplaba Félix la lenta ascensión de la luna, luna enorme, ancha y encendida como el llameante ruedo de un horno. Y miraba con tan devoto recogimiento, que todo lo sentía en un santo remanso de silencio, todo quietecito y maravillado mientras emergía y se alzaba la roja luna. Y cuando ya estuvo alta, dorada, sola en el azul y en las aguas temblaba gozosamente limpio, nuevo, el oro de su lumbre, aspiró Félix fragancia de mujer en la inmensidad, y luego le distrajo un fino rebullicio de risas. Volviose y sus ojos recibieron la mirada de dos gentiles viajeras cuyos tules, blancos, levísimos, aleteaban sobre el pálido cielo.

Este es el final del libro, el cierre del último capítulo, del que toma su título y su sentido simbólico la novela:

Se asomaron al santo cercado. Después la madre siguió sola sobre el fresco y blando herbazal, penetrado de sol, que se esparcía como un riego de luz quietecita, remansada dentro de las amapolas.

El ramaje de los cerezos ocultaba a doña Beatriz, techándola dulcemente.

En la umbría de un rincón vio una losa tendida, grande, afelpada de hierba.

Una mano había esculpido, segando briznas de verdura, las letras del nombre de Félix.

Doña Beatriz besó esa palabra.

Temblaba un gorjeo de los pájaros, que acudían a la querencia de estos árboles y de estos muros, envueltos siempre en la quietud de todos los silencios.

Pendía una rama cuajada de las primeras cerezas. Alzóse la señora y las entibió con el fragante aliento de toda su vida; y después ella tomó del olor y dulzura del árbol. ¡Pero no desfallecía de la emoción ansiada! Sólo era fruta, con el mismo sabor que antes de morir Félix.

Crujió otra rama, doblándose bajo otras manos. Y apareció Isabel.

Y vio Beatriz que los ojos de la doncella lloraban y que sus labios sonreían celestialmente.

Isabel nunca había comido de esos árboles; y ahora sorbía y comulgaba la esencia del amado con las cerezas del cementerio.