Dionisio López. Los nombres de la nieve
El rostro de mi hijo ya es un campo de arena y ceniza
como el de mis abuelos y mis antepasados.
Sus manos vírgenes, que no tocaron
la piel de sus padres, ni el agua, ni el calor,
son ahora tierra y nada.
Así comienza uno de los estremecedores poemas de Los nombres de la nieve, el primer y maduro libro de Dionisio López (Cáceres, 1978).
Hermano en verso de Mortal y rosa, con el que comparte la misma orfandad inversa, sus textos turbadores y admirablemente contenidos -a veces torrenciales y salmódicos, a veces recortados al borde del silencio, alejados siempre del patetismo-, son las huellas conmovedoras de un dolor irreparable, las cicatrices persistentes de una catástrofe personal ante la que la palabra adquiere toda su potencia emocional y sanadora en busca de “la luz que nace del dolor” desde la experiencia de límites de la muerte del hijo, la dolorosa circunstancia de la que surge el impulso seminal de este intenso Los nombres de la nieve:
nadie dice su nombre
nadie pregunta por él
no hay voz en el mundo
la música y el llanto el estruendo y la brisa
se callaron junto a la carne violeta
quisiera conocer el olor de tu carne
escuchar las ocho letras de tu nombre
pero solo veo ese muro blanco
y el silencio
que carcome las esquinas de los jónicos granitos
que se clava como esqueleto en la desértica rosa de esta noche
que me mira en cada sombra que me mira
todo este silencio que pinta el sueño en polvo
este mundo insípido sin olor ni luz
este eco roto
Eficazmente modulados en tres partes -‘Blanco’, ‘Silencio’ y ‘Azul’-, sus poemas queman con la verdad directa con que quema la nieve, con la misma sorpresa hiriente de quien toca por primera vez su frío luminoso, con la misma verdad que sostiene la intensidad de versos como estos:
El silencio siempre estuvo aquí,
como la nieve.
Me miró una mañana blanca
y supe
del oquedal de mi vida.
Ahora entono esta oración desde mis huesos,
este salmo,
esta rabia.
Esta luz.
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