Un hombre que no conoce Nueva York
TEMBLOR
No busco tener una lengua propia
sino el balbuceo callado del arroyo
el lamento del aire por las grutas de Duino
o el eco de un oboe donde muere la noche.
Que en mi verso resuene el temblor de un naranjo
al nevar en la acera, la llovizna en la tumba
donde se hizo mármol
mi padre
o el clamor olvidado de las lágrimas.
Quizás el susurro de Yepes. ¿No oyes
las ondas del guijarro en la fuente de plata?
¿La brisa en la cabeza desnuda de Li Po
o el pájaro en la jaula de Pizarnik?
No busco una lengua propia, busco el vacío en el cántaro
y el eco de Valente, el agua estremecida por el Tíbet
o el silencio
en la piedra.
Busco un temblor de alegría en mis manos
el temblor
y la voz de los cerezos.
Temblor. Quizá ninguna palabra mejor que la que da título a ese poema para resumir la tonalidad emocional y el universo poético de Un hombre que no conoce Nueva York, el libro con el que Gregorio Dávila obtuvo el VIII premio de poesía Juana Castro que publica Renacimiento.
Experiencia y paisaje, memoria y lectura, literatura y naturaleza, tiempo e identidad son algunos de los elementos con los que se teje el material poético de este libro en el que la vida y la palabra son claves creativas sustanciales, entre la elegía y la oda, entre la mirada conmovida al pasado y la fuerza arrolladora del presente de esta época de pandemia, cuando
El ocaso es una luz de ambulancia
la mirada de centeno en el mirlo
la forma de amar de los crisantemos.
Desde la evocación inicial de Lorca y Hierro en Nueva York, al fondo de estas páginas suenan las voces de la mejor tradición poética a la que se remite Gregorio Dávila: de Rilke a Vallejo, de Juan Ramón a Gamoneda, de Neruda a Valente, de San Juan de la Cruz a Luis Rosales, un coro de voces que sirven de contrapunto a este poemario, “un espacio de redención” “en donde sucede lo bello y lo terrible”, como subraya Sara Castelar en su prólogo.
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