Diarios y cuadernos de Patricia Highsmith
Hay monjes –¿los cartujos?– que duermen en su ataúd, por lo visto como preparación para la muerte, pensando en ella con frecuencia noche y día. ¡Yo prefiero el elemento sorpresa! Uno sigue con su vida como siempre, entonces la muerte llega quizá de súbito, quizá por medio de una enfermedad de dos semanas. En este sentido, la muerte es más como la vida, impredecible.
Esa anotación -“la última entrada coherente”, en palabras de su editora Anna von Planta- cierra la recopilación de textos extraídos de los Diarios y cuadernos de Patricia Highsmith que publica Anagrama con traducción de Eduardo Iriarte.
Fechada el 6 de octubre de 1993, año y medio antes de su muerte, cierra un conjunto que se abre el 6 de enero de 1941, cuando Patricia Highsmith, que no había cumplido aún veinte años, anota en una entrada:
Un pensamiento descarado, engreído, decadente, despreciable y retrógrado para hoy: me he sumido en un sueño sin fundamento, de la vida en suspenso y una tercera dimensión, de mis amigos y sus tipos, de personas y caras, sin nombres, que solo ocupaban espacios, y cada cual era justo como cabía esperar, donde estaba, y la imagen –que llamamos «vida» o «experiencia»– estaba completa, y me he visto ocupando exactamente el lugar que se esperaba de mí sin nadie que tuviera un aspecto o se comportara precisamente como yo. Y era yo quien más me gustaba de todo este grupito (que no era en absoluto el mundo entero) y he pensado cómo se echaría algo terriblemente en falta si no estuviera yo allí.
Más de cincuenta años después, el 9 de enero de 1992, escribía en su diario:
Quería terminar estas «páginas» para el 31 de diciembre. Pero no. Una idea espantosa en cierto modo pues hace un par de días tuve la sensación de que tendría que (debería) quemar todos mis diarios antes de morir.
A propósito de esas palabras, la editora aclara lo siguiente: “Al final Pat decidió no hacerlo, y, en cambio, los incluyó de manera expresa como parte de su obra cuando en 1993 designó al sello Diogenes Verlag como titular de sus derechos mundiales.”
Sobre ese ingente material de más de ocho mil páginas manuscritas ha realizado una admirable tarea de selección Anna von Planta, que subraya en el capítulo de agradecimientos que “Pat era una persona y una autora fascinante y complicada que nos dejó ocho mil páginas manuscritas de diarios y cuadernos en las que se revelan detalles sobre su desarrollo personal y creativo que solo compartió con unas pocas personas privilegiadas durante su vida, e incluso entonces, nunca contaba la historia completa.
Esta selección no debe leerse como una autobiografía. Por necesidad, las biografías se escriben en retrospectiva, a menudo revisándolas minuciosamente para mostrar los acontecimientos bajo cierta luz, mientras que los diarios y los cuadernos de Pat ofrecen un relato sobre la marcha de una vida a medida que avanza. Son, no obstante, como dos espejos que reflejan la interacción de su vida y su obra desde perspectivas diferentes.
¿Cómo se aborda un corpus de obra de ocho mil páginas y se condensa en un solo volumen? ¿Durante la pandemia del coronavirus, nada menos, cuando la rutina del teletrabajo pasó a ser la norma?
Desde luego uno no lo hace por sí mismo: a saber, este proyecto representa el trabajo de varios años de un equipo realmente excepcional.”
Y aunque no se trate estrictamente de una autobiografía, como avisa la editora, cada una de las secciones temporales del libro va precedida de unas páginas introductorias que sitúan los textos en el contexto de una cadena biográfica que permite seguir la peripecia vital y literaria de Patricia Highsmith desde su juventud de estudiante y el despertar de su vocación hasta sus últimos años de vida desolada. Están recogidas aquí sus experiencias amorosas, sus lecturas o las opiniones que reflejan su concepción de la vida y la escritura, como esta del 31 de enero de 1947:
Un escritor no debe considerarse un tipo de persona distinto de cualquier otro, pues este es el camino que lleva al promontorio. Ha desarrollado cierta parte de sí mismo que todo hombre alberga: la capacidad de ver, de poner por escrito. Solo si entiende este humilde y heroico hecho puede convertirse en lo que tiene que ser, un médium, un vidrio entre Dios a un lado y el hombre al otro.
Atormentada y visceral, demoledora en sus opiniones descarnadas sobre sí misma y sobre los demás, Patricia Highsmith traza en este monumental volumen un autorretrato involuntario, complejo y sin concesiones, revelador de una personalidad difícil que procuró ocultarse detrás de su literatura y sus personajes.
Su evolución personal y literaria queda plasmada en las mil doscientas páginas del libro, organizado en cinco secciones cronológicas: desde la juventud en Nueva York a los años crepusculares en Suiza, pasando por las épocas de mayor creatividad: los cuatro años en Inglaterra y los catorce siguientes en Francia.
Una evolución que se resume gráficamente en las cinco fotografías que abren cada una de las partes del libro. Son muy llamativos los cambios que se producen en el rostro de Patricia Highsmith: desde la suavidad de rasgos de la juventud a la dureza expresiva del último retrato. Esos cambios físicos son un reflejo del proceso interior de la autora, de su creciente amargura, inevitablemente reflejada también en las anotaciones de los diarios y cuadernos de sus últimos años.
Como en esta del 6 de julio de 1991:
La Perplejidad del Verano. Una persona ocupada no puede llegar a asumir el tiempo libre. El mundo parece torcido. Eso conduce a un aterrador examen de la existencia, la conciencia, el sentido de seguir viviendo, si hay un sentido. ¿Sigue uno adelante sin más, porque otros lo hacen? Es peor que una pesadilla, afrontar la ociosidad.
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