La escala social de Manuel Longares
Amor
Soñé que te rompías la crisma en cuaresma y resucitábamos nuestros cuerpos en una cama de traumatología durante una semana de pasión. No abjuro de la fe cristiana ni me embelesan pamplinas, pero hemos alcanzado el punto de saturación del hartazgo, porque a un hombre como yo, de paquete siempre presto, no le domas a cuentagotas. Así que ajustemos el verbo para aclarar el conflicto: si no me amas, tranquila, que me la cuido solito, y ya pueden darte mucho por donde no has de probarme. Y añado: si me largas, te la guardo, y un día echaremos cuentas, pero si te largas no espero y el primero que te moje, buena penitencia lleva. Prometo ser novio golfo y casado inmaculado, tú a tus partos y yo a mis partes. No me supliques modales, porque con el trajín de tu trasero y esas mamas que te mimas, pedir cordura es de locos. Y te lo diré clarito, aunque no más de dos veces: Dame tu condescendencia, que me desangro sin ti.
Es uno de los sesenta relatos que Manuel Longares reúne en La escala social, que acaba de publicar Galaxia Gutenberg.
Organizados en cinco secciones temporales, de la aurora a la madrugada, así explica su autor la estructura y el sentido de estos textos breves, anclados en la libertad cuando no en la gozosa subversión que late en muchos de ellos:
“Componen este libro sesenta narraciones, repartidas en cinco capítulos de doce historias cada uno. No existe entre ellas relación argumental y ninguna supera las doscientas palabras. Son requisitos que, además de singularizar este proyecto, influyen en el desarrollo de la idea, el suceso o la intriga que sustentan el entramado de la ficción.
En el mínimo espacio otorgado a la anécdota y a lo largo de un discurso que no admite punto y aparte, estas historias adoptan el carácter experimental que les transmite su género literario de referencia, el cuento. Una desazón acompaña al lector mientras lee y cuando termina le conduce hacia el reino infantil de las seguridades para cerciorarse de que nada se ha movido en su entorno, aunque algo parezca alterado para siempre.”
Sesenta narraciones concentradas y fibrosas, de potente intensidad, ritmo vertiginoso e inquietante giro final, en las que conviven los tonos y los temas, la indefinición entre la vida y la muerte en un tiempo circular, el sepulcro de temporada y la parábola del cainismo, los cruces de mitologías ante “el venerable de barbas que les vigila desde las nubes”, los piropos culpables y los arrimones punibles, los asados y los bostezos, el suicidio de Larra y los juegos verbales de aleluyas y paronomasias, los divertimentos y los fracasos, la astucia del que pone una vela a Dios y otra al diablo y la bravata contra Ortega de un articulista macarra, las verónicas y las fábulas, un inquietante brindis a media altura o el costumbrismo zarzuelero de verbenas y chulapos, las alucinaciones marineras de un Madrid mesetario y un albañil de pinturera torería, una danza con ocho variaciones familiares y la complicidad de la cigarra y la hormiga.
O los errores del hombre del tiempo, de cuya impunidad reniega zumbonamente este Temperatura:
Pides mus o cantas órdago y si vas de farolero ni la caridad te salva, apoquinarás lo que debes y demandarás otra partida de desagravio. Pues, pensándolo bien, parecida es la aventura de los que informan de las nubes. Nadie las conoce al completo ni interpreta su color, pero desde que se las analiza en el parte meteorológico, la suerte está echada para el apostante. Hoy los expertos prometieron que a la tarde llovería, y volvimos a sacar del armario gabardinas y gorros. También paraguas. Pero llegado el momento de cumplir palabra, aquella lluvia no vino. Y la cosa tiene bemoles, porque si yo, con mis cartas de mus, miento al decir que llevo treinta y uno, en el pecado llevo la penitencia y quizá la cadena de presidiario; pero al lindo que promete lluvia y no nos cae ni una gota, no le quitan ni el vaso de agua.
Es el gran teatro del mundo que, más que con mirada calderoniana, hay que enfocar con un cruce de la distancia del esperpentismo y el oscuro trazo solanesco, el humor y la ironía, la sutileza y la maestría verbal.
Es lo que hace en La escala social, como en el resto de su obra, un Longares magistral, un narrador imprescindible que aquí está a la altura de sus más altas cimas. Y no estamos hablando -sus lectores lo saben- de una montaña, sino de una cordillera que abarca picos creativos tan altos como Romanticismo, La vida de la letra o La ciudad sentida, que forman parte de la mejor literatura española de las últimas décadas.
Un texto como este Ecuanimidad lo deja claro:
Fui de los coros y danzas y en la vida sufrí orzuelos. Alterné con la guitarra y desayuné mollejas. Nadie que junte mollejas con bartolillos y churros, aceptará sin empacho unas ruedas de molino. Lo digo por la acidez que provoca el revolutum en el intestino frágil. Se trata de no mezclar garbanzos y volatines y tener paz en la guerra, como escribió aquel rector. Dices esto en la trastienda de un comercio de pespuntes y te pasan por las armas los de la purga de Benito. Dices esto al aire libre, dando pan a las palomas, y pagas lo estipulado por masturbarte en el metro. Pero lo dices en verso en un clásico de las tablas o amante del quid pro quo y sales cantando zarzuela por la calle Jovellanos. Ojo, pues, con la ecuanimidad, que es tan versátil como la chupaminonda. Hay quien la lleva como una capa castiza y desfila por Cibeles saludando a un lado y otro y quien apenas pisa la calle porque hay mucho camorrista suelto. Yo, con mi historial, dudo qué hacer.
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