El primer recuerdo que conservo de mí mismo, en esa dimensión en la que el vaho de la memoria envuelve y difumina las imágenes, es el de un niño rubio vestido con pantalones largos y un jersey de lana gorda verde y blanco. Un jersey que mi madre me habría hecho en largas tardes de invierno tejiendo junto a la estufa mientras tarareaba en voz baja las canciones dedicadas de la radio.
El niño está parado frente al cine, un oscuro edificio de dos plantas alzado, al final del pueblo, entre las escombreras y las tolvas de la mina y los tejados negros del economato. Hace frío y la noche ha caído sobre el pueblo, llenándolo de silencio y de lluvia helada, pero el niño sigue inmóvil frente al cine en el que hace ya una hora dio comienzo la película que sus padres están viendo sentados tranquilamente en el patio de butacas y que él ha de imaginar mirando las carteleras que anticipan a la entrada sus momentos principales.
Así comienza el primero de los veintiocho capítulos de Escenas de cine mudo, la novela que Julio Llamazares publicó en 1994.
Sus veintiocho escenas, que reproducen o parodian títulos famosos de la historia del cine -de Horizontes lejanos a Viaje a la luna, de La noche americana a Se vive solamente una vez-, evocan en sus secuencias el mundo de la infancia en Olleros, un pueblo perdido en la cuenca minera leonesa en el que transcurre la niñez de Llamazares entre 1957y 1967, de los dos a los doce años, “la memoria del niño que ahora me mira de nuevo desde el fondo de esta antigua y diminuta cartelera.”
Un mundo enterrado por las aguas del tiempo, arrastrado por el río del olvido que dio título en 1990 a un libro de viajes del autor. Años decisivos de formación, como señala en el pórtico del libro, ‘Mientras pasan los títulos de crédito’:
Con esa gente, y con los hijos de esos mineros para los que la propia vida no valía mucho más que una partida de cartas (acostumbrados como estaban a jugársela allá abajo), fue con los que yo aprendí todo lo realmente importante que he aprendido con los años. Por ejemplo, que la pregunta no es si hay vida después de la muerte, sino antes.
“Hace ahora doce años, cuando publiqué esta novela, comprobé hasta qué extremo lo dicho antes sigue vigente en nuestro país. Más de un crítico y lector en seguida la situaron en el campo de los libros de memorias, negándole la posibilidad de ser novela. Y eso que, en la introducción a ella, yo señalaba ya expresamente que se trataba de una ficción por más que se desarrollara en un espacio existente y aparecieran en ella personas, comenzando por mí mismo, que vivieron realmente en ese sitio, anticipándome a esa impresión. Pero, como decía Einstein, es más fácil desintegrar un átomo que una idea preconcebida, y algunos críticos y lectores (más críticos que lectores, si tengo que ser sincero) en seguida dijeron que esta novela no era novela, sino una autobiografía encubierta. Afirmación que, a decir verdad, yo esperaba ya, pero no con tanta vehemencia”, escribía Julio Llamazares en “Novela o memoria”, el prólogo que añadió en 2006 a la edición revisada y corregida de Escenas de cine mudo, su tercera novela, tras Luna de lobos y La lluvia amarilla.
Ese prólogo abre también la magnífica edición de la novela en Cátedra Letras Hispánicas que ha preparado la profesora Carmen Valcárcel, quien destaca en su introducción que “el universo literario de Llamazares esconde siempre un paisaje interior, una construcción subjetiva de evocaciones míticas y referencias biográficas y personales, transida por una corriente de fugacidad y permanencia, donde todo es efímero y todo, a la vez, perdura.”
Dedicada a la memoria de su madre, “que ya es nieve”, Escenas de cine mudo es una novela que, como el resto de la obra de Llamazares, explora la relación entre la mirada interior y la exterior, entre la evocación y la reflexión, entre el presente y el pasado, entre la emoción y la palabra en fragmentos como este de ‘Las colmenas’, el capítulo que cierra el libro:
Aquel verano, recuerdo, le ayudé a sacar la miel, pese a que casi no podía aún con los cuadros, que ese año estaban llenos, y pese a que las abejas me daban miedo: me habían picado una vez y me había puesto hinchado como un cerdo. Me preocupaba, además, que me volviera a pasar porque al día siguiente era la fiesta. Pero no me picaron. Al menos, no lo recuerdo. Lo único que recuerdo es que, cuando terminamos, mi padre parecía menos triste y mi madre estaba tan orgullosa de mí como si me hubiesen dado un premio en el colegio. Aunque el premio, para mí, fue este retrato que el fotógrafo nos hizo al lado de las colmenas. Es el último del álbum y el último también que conservo de Olleros: ese montón de colmenas llenas de hombres anónimos, como mis padres, que sigue inmóvil en mi memoria, pero del que yo ya me estaba yendo.
Y ese mundo se recupera con la escritura y la evocación a través de estos cuadros que son una elegía en blanco y negro que toma como punto de partida treinta fotografías familiares que trazan una “cartografía de la memoria”, como señala la editora en su introducción. Son el Retrato de un fantasma porque “desde cada fotografía, nos miran siempre los ojos de un fantasma. A veces, ese fantasma tiene nuestros mismos ojos, nuestro mismo rostro, incluso nuestros mismos nombres y apellidos. Pero, a pesar de ello, los dos somos para el otro dos absolutos desconocidos. Desde cada fotografía, nos mira siempre el ojo oscuro y mudo del abismo.”
Fotografías que el autor ordena en un montaje visual y verbal, en una secuencia que reconstruye fragmentos de vida recordada o soñada para fijarlos con una mirada que es más propia de la inmovilidad lírica que de la agilidad narrativa. Una mirada que permite recuperar ese pasado en una construcción en la que se funden y se confunden el autor y el narrador, la imaginación y la memoria, lo individual y lo colectivo, la vida y la literatura, la realidad y el sueño desde el asombro de la mirada infantil, el lirismo y la conciencia dolorosa de un tiempo definitivamente perdido que fija y restaura la escritura.