Laberinto, de José Manuel Benítez Ariza
ESCAYOLISTA
Puede decirse que aprendí el oficio,
aunque, en la práctica, jamás pasé
de la categoría de aprendiz.
Ayudaba a mi padre, eso fue todo,
porque en este trabajo, me decía,
siempre hace falta quien te alcance
una herramienta o limpie las espátulas
o vaya a buscar agua
o sujete una pieza de moldura
mientras fragua la mezcla que ha de fijarla al techo.
Pero el trabajo fino -eso decía-
siempre era cosa suya:
sacar el molde de las piezas únicas,
cortar ingletes que encajaran
con absoluta precisión, trazar
con un cordel teñido en polvo azul
las guías, dibujar los arcos.
Con lo que me pagaba por un solo chapuz
ese fin de semana me sentía
un estudiante rico
y llevaba a mi novia al restaurante chino
o me compraba un libro caro.
Ahora me acuerdo mucho de lo aprendido entonces.
Cuando escribo un poema, por ejemplo.
Este es uno de los textos que forman parte de Laberinto, el último libro de José Manuel Benítez Ariza, que aparece en la colección Calle del Aire de la Editorial Renacimiento y llega hoy a las librerías.
Es una muestra renovada de la poesía de Benítez Ariza, que combina contemplación y meditación en un movimiento sereno que va de la mirada a la mente, del ojo a la palabra, de lo exterior a lo interior, de la observación a la escritura.
Un primer texto celebratorio en prosa -‘Buenos días’- y una parte final en la que atardece en medio de la claridad enmarcan unos poemas que desde la atención a la realidad cotidiana profundizan en la conciencia de la temporalidad entre la nostalgia del pasado y la incertidumbre del futuro, entre el recuerdo de una noche en la playa y los presagios funestos que trae una canción de los Beatles (When I'm Sixty-Four…).
Y a lo largo de sus cinco partes que desde las ‘Coordenadas’ atraviesan un ‘Laberinto’ para llegar a la ‘Claridad’, la mirada plástica de Benítez Ariza se proyecta en cinco aguafuertes irlandeses de nombres femeninos o en una postal de despedida; la anécdota trivial provoca la reflexión existencial; la biografía se funde con un paisaje con temblor humano, con la erosión del tiempo en la montaña de Benaocaz, con las flores humildes de las espardetas o con las verduras fijadas en el poema
antes de que se enzarcen los tallos de las tagarninas
y se conviertan en espinos, antes
de que ennegrezcan los limones
o granen las lechugas, antes
de que el tiempo sentencie incluso contra
esta abundancia ahora inagotable.
Entre la profundidad sutil de los haikus de ‘El poema de un día’ y el ‘Interludio de pájaros’ como el mirlo joven que desconoce el miedo y el flamenco que refleja su silueta en el agua de la marisma, aparecen también las sombras de las noches de hospital, los abecedarios de los amigos muertos, las despedidas:
Nosotros, desde el barco, le decimos adiós
a este empeño de todo por disolverse en todo,
del que sólo resulta vencedora la niebla.
Unos poemas escritos en el tono bajo y conversacional de la confidencia compartida, en una línea de intensa depuración verbal en busca de una transparencia que no es más que la coherente manifestación poética del diálogo consigo mismo y con los demás, de ese camino hacia la claridad que culmina en la parte final, cuando
Cantan los pájaros
y surge de lo oscuro
la claridad.
Pájaros que cantan también al atardecer que el poeta contempla acodado en la ventana y agradecido
mientras cantan los pájaros
como al filo de un pozo
en el que te resistes a caer.
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