“Sabemos por Borges (en “El sueño de Coleridge”) que una de las tardes del verano de 1797 el poeta inglés Samuel Taylor Coleridge tomó una buena dosis de opio y se retiró a dormir la siesta. Antes de coger el sueño, leyó unas páginas sobre Kublai Kan. El opio hizo germinar aquella lectura y, al cabo de un par de horas, el poeta despertó con la certidumbre de haber compuesto (o más bien, recibido) un poema de unos trescientos versos que describían un palacio perdido del gran Kan. Lo recordaba con toda claridad, palabra por palabra, y pudo transcribir de corrido unos cincuenta versos, antes de que una visita lo interrumpiera. Luego ya le fue imposible recuperar el resto, y nada ni nadie le pudo ayudar, pues Occidente no había oído hablar jamás de dicho palacio, cuya primera y única noticia, repito, le llegó a Coleridge a través del sueño. El fragmento rescatado se publicó en 1816 y muchos críticos entienden que se trata de lo mejor que escribió el poeta. Swinburne (nos dice Borges sin precisar la cita) sentenció que este poema roto es el más alto ejemplo de la música del inglés y que el hombre capaz de analizarlo podría destejer un arco iris. Pues bien, en 1836, es decir, veinte años después de la aparición pública del poema, en París se editaba una historia universal escrita por un persa, Rashid ed-Din, en una de cuyas páginas se lee lo siguiente: «Al este de Shang-Tu, Kublai Kan erigió un palacio, según un plano que había visto en un sueño y que guardaba en la memoria». Borges formula así el enigma:
“Un emperador mogol, en el siglo XIII, sueña un palacio y lo edifica conforme a la visión; en el siglo XVIII, un poeta inglés, que no pudo saber que esa fábrica se derivó de un sueño, sueña un poema sobre el palacio. Confrontados con esta simetría [...], ¿qué explicación preferiremos?”, escribe Francisco Giménez Gracia, profesor de Filosofía y traductor de Platón, en el Prefacio de El fulgor del bronce, el ensayo que publica Reino de Cordelia.
Subtitulado Literatura antigua y progreso moral, sus cinco capítulos exploran la zona que conecta la filosofía y la literatura, los lugares literarios donde convergen el pasado y el presente, la moral y la imaginación, la antigüedad y la modernidad para fijar los perfiles comunes de las distintas tradiciones, sus arquetipos de conductas y sus ideales éticos y la manera en que se incorporan al acervo común de la civilización, porque “la Ilíada, las historias de Heródoto, las viejas noticias de los samuráis, etc., contienen ideas morales emancipadoras que saltan por encima de su tiempo.”
Y así, desde los héroes homéricos a la historia de los cuarenta y siete samuráis de la casa de Asano, desde Kublai Kan a Coleridge, desde el Talmud a la leyenda de san Alejo y al epílogo vikingo es posible advertir “que existen algunos textos en la Historia de la Literatura Universal que han crecido en la consideración de la Historia del Espíritu”, afirma Francisco Giménez Gracia, que añade acerca del poema del romántico inglés:
“Aquí vemos cómo el surgimiento de un poema puede arrastrar tras de sí un enigma cuya comprensión cabal implicaría el entendimiento total del universo. Dicho de otro modo: no podemos saber cómo es posible la coincidencia entre el sueño de un emperador mogol del siglo XIII y el sueño de un poeta inglés del siglo XVIII sin saber antes los mecanismos más profundos que causan el ser del mundo. Pues bien, al menos de momento, quiero pensar que los fragmentos de modernidad ética que aparecen con una anticipación de siglos en las obras de las que se ocupa este ensayo son también una especie de Arquetipos que el Universo necesita no menos que el palacio de Kublai y que se han ido abriendo camino por sí solos, sin el concurso consciente de los escritores, a través de algunas de las obras más deslumbrantes de la Historia de la Literatura Universal, unos textos cuya cabal comprensión, en efecto, es tarea pareja a la de destejer la trama de un arco iris.”
Y a destejer esa trama se orientan las páginas de este ensayo que vincula los ideales la literatura antigua con el progreso moral de la Civilización en un fondo ético que conecta las culturas tradicionales con la modernidad ética, la Ilíada con los relatos de Bashevis Singer o con las tramas del cine de los hermanos Coen; relaciona la idea de verdad en Chuang-Tzu y Kant o defiende la superioridad ética y heroica de Patroclo sobre Aquiles en la Ilíada y la voluntad de verdad en la grandiosa Historia de Heródoto y su fulgor de bronce.
Páginas que establecen desde su perspectiva actual “un puente que traza la posibilidad teórica de que la humanidad pueda experimentar un progreso moral (y material) efectivo. Y es desde lo alto de este puente, desde donde nos atrevemos a desafiar a esos hombres de acción, como el explorador Mawson o el viejo Platón, que pretendían apartar a los suyos de la Literatura, por no querer admitir que hay poetas que se aproximan a la Verdad más de lo que lo hacen los historiadores (como ya señalara en su día Aristóteles) e, incluso, como señalaremos a lo largo de las páginas de este ensayo, más que los propios filósofos. La Poética que aquí sugerimos, pues, subraya la excelencia de unos relatos premodernos, al hilo de cuyas palabras se abren paso ideas que saltan por encima de la modernidad, ideas que no son las de sus autores, sino las nuestras; unas historias cuya energía intelectual es tal que en el pasado se las creyó de origen divino, y se las escuchó como se escucha el sagrado canto de una diosa; unos textos cuya potencia nos invita a pensar que la humanidad futura será capaz de reinventarse a partir de nociones que siguen ocultas entre sus líneas, como fecundas semillas dormidas que nosotros aún no somos capaces siquiera de concebir.”