60 poemas comentados de Emily Dickinson
«La naturaleza» es lo que vemos:
la colina, el atardecer,
la ardilla, el eclipse, el abejorro.
No: la naturaleza es el cielo.
La naturaleza es lo que oímos:
el tordo charlatán, el mar,
el trueno, el grillo.
No: la naturaleza es armonía.
La naturaleza es lo que conocemos,
aunque carecemos de arte para decirlo:
tan impotente es nuestra sabiduría
frente a su simplicidad.
Es la traducción que Jesús García Rodríguez hace de uno de los sesenta poemas de Emily Dickinson que publica El sastre de Apollinaire en una espléndida edición bilingüe que se enriquece con los comentarios de cada uno de los textos.
Comentarios como este, sobre el poema citado:
“Se trata de uno de los poemas-definición de Dickinson, en los que juega a darnos una definición de algo que se va enredando en sucesivas definiciones cada vez más complejas. La definición inicial de naturaleza es rectificada hasta tres veces, en un diálogo que podríamos definir de mayéutico. Curiosamente, la mención inicial de la palabra «naturaleza» aparece entre comillas; podemos interpretar que Dickinson considera que los humanos solo podemos hacer aproximaciones imprecisas a la palabra o al concepto de naturaleza, nunca a su ser último, a su ser-en-sí, a su noúmeno. La aproximación a ese inalcanzable ser último se produce con los sentidos: primero el de la vista, y para ello se enumeran seres perceptibles con los ojos, incluidos animales: la ardilla, el abejorro. Pero de pronto, y tras la mención del volador abejorro, que se desplaza por el aire, la naturaleza se identifica con algo tan vasto e indefinible como el cielo, ampliando inmensamente el campo de consideración —e incluyendo también el elemento espiritual. Después se regresa a los sentidos, en este caso al del oído, con la enumeración de seres que percibimos por él, incluyendo algunos grandiosos como el mar y el trueno, junto a otros pequeños y cotidianos: de nuevo el tordo charlatán (Dolichonyx oryzivorus) y el grillo. Ya hemos visto que el charlatán es uno de los pájaros favoritos de Emily; el grillo es identificado con el verano (J. 1276), con la alegría o risa de su canto (J. 276) o con el rezo (J. 790). El canto del grillo introduce una nueva definición de la naturaleza, en este caso con un término abstracto: la armonía, que puede entenderse tanto en su sentido musical como ontológico. Pero también esta definición es rebatida, y reducida a aquello que somos los humanos capaces de conocer —algo en sí insuficiente, pues nuestro conocimiento es precario. En la edición de Franklin la última palabra del poema es «Sincerity», sinceridad, en lugar de «Simplicity». En cualquiera de los dos casos, la simplicidad o la autenticidad (sinceridad) de la naturaleza escapan a toda definición humana, y tanto a nuestro arte como a nuestro conocimiento que, en última instancia, no son sino elementos más de ella. Su naturaleza indefinible no impide que nos llene de gozo; precisamente todo lo contrario.
El poema contiene ecos de la concepción puritana de la naturaleza como manifestación visible y perceptible de Dios, y que por tanto participa de sus cualidades, incluida la incognoscibilidad.”
Comentarios como este iluminan los textos de Emily Dickinson (Amherst, Massachusetts, 1830-1886), a menudo tan herméticos y elípticos como su vida recluida y oscura.
De personalidad tan extraña y opaca como su poesía, Emily Dickinson se aisló del mundo en una clausura progresiva como la ceguera que sufrió en sus últimos años. Atravesó episodios sucesivos de exaltación desmesurada y de profundo desánimo que se reflejan en los casi dos mil poemas que mantuvo a resguardo del mundo y de los que publicó sólo cinco en vida. Pese a ese carácter secreto y privado de su poesía, pese al conocimiento tardío y al aún más tardío reconocimiento de su obra, su influencia es comparable a la de Baudelaire, Hölderlin, Withman o Rimbaud.
Desde 1861, se había parapetado detrás de lo que ella misma llamaba “mi blanca elección”. A partir de entonces llevó un luto particular de color blanco (“Era una cosa solemne -dije- / ser una mujer vestida de blanco”, escribió en uno de sus poemas.)
Se recluyó tras los muros íntimos de la casa familiar, ajena a la atmósfera asfixiante de una ciudad pequeña. Entre el entusiasmo creativo y las horas de plomo, Emily Dickinson quiso hacer de la poesía una casa embrujada semejante a la naturaleza. Hasta que murió en esa mítica penumbra en 1886, casi nadie la vio y de ella sólo se conserva esa diáfana imagen de una blanca mariposa de luz.
Su temperamento escindido entre el encierro físico y la huida espiritual proyectó en su obra las renuncias y los desengaños, las sublimaciones y las represiones de un ambiente puritano y calvinista como el de la Nueva Inglaterra de la que procedían los Dickinson.
Entre la distante frialdad y la emoción contenida y expresada con una inusual intensidad verbal, con una constante ambigüedad, con una enigmática retórica de la elipsis y el silencio y una radical concentración expresiva que satura de sentido las palabras, la poesía fue la vía de escape de su personalidad atormentada, la forma de expresión de su mundo ensimismado y ciclotímico en el que la muerte es a la vez liberación y aniquilación.
Sentí un funeral en mi cerebro,
y plañideros aquí y allá
[…]
Y entonces una tabla de la razón se rompió
y yo caí abajo, muy abajo,
y me di contra un mundo, en cada caída,
y acabé por entender -entonces
Poesía tan hermética e inquietante, tan clara y oscura como el mundo pequeño en el que se encerró su autora, retirada de la vida y confinada en los límites de su cuarto y un jardín que veía desde la ventana, con una discreta rebeldía ante la sociedad puritana de la que fue no sólo víctima, sino una de sus flores más pálidas y tristes.
La de Emily Dickinson es una poesía del pensamiento que indaga en lo inconcebible, una exploración en los límites del conocimiento. Por eso uno de sus núcleos temáticos es el de la muerte. Además de un problema existencial, la muerte fue para ella un reto epistemológico y el tema central de su peculiar poesía, siempre fuera del tiempo y del espacio. La forma de afrontar ese tema es un tanteo en las sombras y en el vacío, una indagación a ciegas en el misterio, un viaje intelectual o emotivo hacia el enigma.
Del comienzo de uno de sus poemas más conocidos (“¡No soy nadie! ¿Quién eres tú? / ¿Eres nadie también? / ¡Entonces ya somos dos!”) toma su título esta representativa selección de poemas de Emily Dickinson que está concebida, como indica Jesús García Rodríguez, “para servir de introducción a la lectura de la obra de Dickinson.”
Con ese planteamiento, las traducciones y los comentarios ofrecen una admirable iluminación de su mundo poético, abundante en referencias secretas y en una sintaxis elíptica que se complica a menudo con una puntuación extraña y pródiga en guiones. Así se refiere a este aspecto el traductor en el prólogo de su edición:
“El estilo de esta autora está lleno de antítesis y paradojas, juegos de sentido, ambigüedades, ambivalencias, polisemias, sentidos oblicuos, referencias externas: hemos intentado en lo posible allanar con nuestros comentarios la dificultad que todo ello entraña. Con esa misma finalidad de desentrañar y esclarecer, hemos normalizado completamente la puntuación de los poemas de Emily, personalísima puntuación (en especial sus omnipresentes guiones) que sin duda ha constituido siempre un quebradero de cabeza tanto para los editores, traductores y comentaristas como para los lectores de su poesía.”
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