12 enero 2023

Dos inéditos de Ana María Martínez Sagi



Treinta años separan Donde viven las almas (1932-1935) y Andanzas de la memoria (1963-1968), los dos inéditos de Ana María Martínez Sagi (1903-2000) que reúne en un volumen la Fundación Banco de Santander en su colección Cuadernos de obra fundamental. 

Lo abre una introducción de Juan Manuel de Prada, legatario de ambas obras, que recibió “con la encomienda de que las entregásemos a la imprenta después de que hubiesen transcurrido veinte años desde su muerte.”

Diversas entre sí, escritas en situaciones muy diferentes, antes y después del exilio en Francia y Estados Unidos, “ambas podrían adscribirse al género autobiográfico, con la condición de que aceptemos que, para Martínez Sagi, el Sueño y el Recuerdo se entrecruzan «para formar la urdimbre de la vida verdadera e insobornable, fija y total».

“Dos calas en la memoria (Sueño y Recuerdo) de Ana María Martínez Sagi” titula significativamente su prólogo Juan Manuel de Prada, que afirma que la unión de esos dos conceptos vertebran una obra articulada en torno a la experiencia autobiográfica transmutada en literatura directa o indirectamente confesional, idealizada a menudo desde la ensoñación que mezcla memoria y fantasía, invención y realidad mediante una prosa de innegable calidad literaria.

Por eso Prada define el conjunto como una “obra autobiográfica, sin duda, pero de una autobiografía soñada que se alza sobre las cenizas del pasado, para proclamar que la literatura puede -y debe- sublimar la realidad.”

En Donde viven las almas, del que se ofrece aquí una amplia selección, conviven el diario intimista y el cuaderno de viaje, la estampa y el poema amoroso para evocar los días vividos en Mallorca en abril de 1932 con la escritora Elisabeth Mulder -Antinea en estos textos-, una experiencia amorosa intensa en su desarrollo y traumática en su final, a la que siguieron otras relaciones, como la que mantuvo después con la suiza Elsy Logoni, también evocadas en estos textos de carnalidad sublimada y de exaltación emocional con el fondo del paisaje marítimo y la forma plástica de su prosa impresionista:

En el zafiro transparente del mar se encienden y apagan irisaciones de oro. Con un ritmo raudo y truncado, gaviotas y golondrinas vuelan por el azul, puro y traslúcido como un mineral. La marea alta abandonó a orillas de la playa hileras de medusas moradas y madréporas brillantes. Una brisa cálida balancea las ramas de los pinos y la copa despeinada de los eucaliptos.
Abril puebla las ramas de hojas tersas, los rosales de rosas opulentas. Bullicio infantil en las playas. Una mujer, ceñido el duro y elástico cuerpo por un bañador blanco, penetra lentamente en el mar, se rodea de sus espumas rumorosas, se abraza a sus turgencias azules y en él se recuesta, entregada a su cadencia.
Primavera triunfante. Claridad, belleza y vida palpitan en el cielo esplendente y en la tierra estremecida por el canto delirante de los pájaros. Yo sé que esta luz, que todo este desbordamiento de vitalidad y color penetrarían en mi si no estuvieras a mi lado. Pero tu brazo se apoya en mi brazo y toda tu angustia secreta, toda tu inquietud tensa, me abruman con su peso.
Sobre la rutas doradas, Antinea, tu paso abre estelas de sombra, y un sabor de ceniza se enfría en mis labios.

También el viaje y la autobiografía son el hilo conductor de las Andanzas de la memoria, un libro rememorativo que intentó publicar sin éxito a finales de los 60. Escritas en los años sesenta y con repetidos rechazos editoriales, las Andanzas de la memoria son viñetas de evocación nostálgica de la infancia y la adolescencia de la autora, sucesiones de estampas y reportajes de sus viajes por Francia, Italia o Suecia, crónicas de su experiencia docente en la Universidad de Illinois y en Canadá. Una “rara mezcla de autobiografía fragmentaria y literatura viajera”, en palabras de Juan Manuel de Prada.

Así comienza uno de los textos, ‘Nocturno provenzal’: 

Fuegos agudos de las estrellas. Extiende la higuera los ásperos dedos de sus hojas sobre la luna del estanque. Al borde de este, un friso de ranas verdes, chiquitinas, estremece la noche con su flautas estridentes. Es increíble la barahúnda que meten. Y esta no cesará hasta que las primeras luces del alba comiencen a sonrosar el cielo; allá, detrás de las lomas, distinguiendo uno tras otro los luceros. Al lanzarles una piedra, la zambullida general rompe en mil pedazos el espejo de la alberca.
El gato, sentado en un ángulo de la terraza, yergue la cabeza, asombrado por tan súbito silencio.
A los pocos minutos, irrumpe, agria, la primera nota; seguida de otra, de registro más bajo. El dúo prosigue tenaz -un croar en do, un croar en fa- hasta que por fin el coro completo interviene nuevamente, ensordeciendo a tres kilómetros a la redonda.