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30 enero 2023

El dolor que amamos


Este ángel sostiene el dolor del mundo, 
es balanza de la historia, equilibrio del mal. 

Ojos cerrados, abierta llaga en el costado, 
manos heridas, paño blanco, sexo insinuado, 
la mano doblada, la espalda vencida. 
El cuerpo enorme, inerte, descoyuntado.
Y el leve abrazo. En él descansa. 
En su cara de ángel niña toda la piedad y el desconsuelo.

Si dejara de abrazarle, de rozar su pelo con la cabeza 
inclinada del hombre muerto, este caería. 
El paño azul, el ala del ángel, 
nada sería vertical, ningún esfuerzo sostendría el dolor.

Este ángel tan pequeño sostiene el hombre muerto, 
la mujer muerta, las niñas, los niños muertos.
Este es el ángel de la piedad descendida 
para sostener el frágil equilibrio del mundo. 
Hay olivos, la ciudad al fondo, un paisaje de calaveras.
Y la luz. 
La luminosa piedad abrazando la ciudad de los hombres.

Así pintó Antonello da Messina el ángel que sostiene el muerto.
El ángel que llora sin lágrimas. 
El ángel que sostiene el mundo.

Con ese poema -‘El ángel de la piedad y la luz’- abre Antonio Crespo Massieu su libro más reciente, El dolor que amamos, que llega hoy a las librerías publicado por Bartleby Editores.

Organizados en dos partes -“El acróbata de la noche”, “Y quedan interrogados e imperfectos”-, sus veinte poemas proponen un recorrido por los temas que se sugieren en el título y en ese poema pórtico: el dolor y el amor, la memoria de la herida, la emoción y la piedad, la desolación del tiempo y el vacío, las desapariciones que pueblan con su recuerdo las “Referencias y dedicatorias” que cierran el libro.

Y frente a todo eso, frente a las pavesas de las hogueras y la destrucción, la palabra y la memoria como alternativas frágiles de permanencia contra la nada, el deslumbramiento de la música y la poesía como bengalas de luz que alumbran -aunque sea fugazmente- en lo oscuro. Como Claudio Rodríguez y Bach, como Proust y Le Jeune, como Debussy y Guadalupe Grande, como los ángeles que sobrevuelan el libro para sostener el hilo del tiempo, el “ángel mínimo que rescata y orilla la esperanza”, como el ángel pequeño de los hospitales “con un ala en la vida y otra en la muerte”, como el ángel casi humano de las “alas perdidas y recobradas” cuando “la piedad y el amor tejieron una capa de plumas / y la única verdad fue la belleza y el asombro”, como el ángel de Federico, que “sostiene el canto, la memoria, el sueño, el regreso.”

O como el ángel invisible que 

detiene el tiempo y todo regresa 
pues aquí vive la vida no cumplida, 
lo imposible espera, el advenimiento de la justicia 
o el clamor repetido de todas, todos, los humillados.
[…]
el ángel de los desposeídos de la tierra, 
los humildes, los que en la noche de los siglos 
claman justicia, las de voz afónica, las erguidas 
en el tiempo del desprecio.

Frente a ese tiempo del desprecio, la destrucción y el olvido, la memoria y la palabra se conjugan en el poema final, que nombra a ‘Los efímeros’, tres muertos jóvenes (Marie-Louise Antelme, Lucía Modiano, Enrique Ruano) para cerrar con estos versos: 

Alabanza efímera, 
                               ausencia, 
                                              caída, 
leve peso en el mundo.