ACTO 9
El sol negro quema.
Aquel momento misterioso. Donde apoyaron el mentón sobre una manzana y vieron arder el árbol. El corazón tira su lámpara al pozo. La melancolía quema sus ropas. Esparce sus cenizas sobre los que no sueñan. Existe un punto en la madrugada donde el fantasma se desnuda. Un punto que no es más ancho que una cornisa. La mirada se ve obligada a detenerse en la superficie. Máquina de funcionamiento ingenioso e inútil. Ni sombra ni reflejo. Opacidad sin misterio. Adivinanzas. Acertijos.
Ensamblajes. Cajas con doble fondo. Miradas de doble fondo. De este mundo ya no podemos salir. Todo está detenido. Tan alejado como posible. La mano llega a tocar sin reconocer. Y quien tiembla encoge los párpados.
Las espinas, dentro del fruto, estallan en sangre bajo la mesa.
Nunca hay nada más allá del Ojo.
Es uno de los treinta y ocho potentes textos de Samuel Bossini que forman parte de La Luz decapotable, que publica El sastre de Apollinaire.
Unidos por esa frase inicial (“El sol negro quema”) que los abre y les da continuidad, los treinta y ocho actos en los que se articula son una sucesión torrencial de imágenes poderosas, un conjunto poético recorrido por el ritmo rápido, la palabra investida de sacralidad y la frase recortada y precisa, por una música sincopada y una mirada fértil en revelaciones y en iluminaciones en la noche oscura de la travesía del desierto o del bosque:
ACTO 12
El sol negro quema.
Los dedos llegan hasta la brasa. Como pantano, como runa, como pie negro sobre sábana blanca. El corazón esconde las cruces. Esconde el celular sin contactos. Se puede gritar en la catedral. Se puede gritar en el subte. Se puede gritar pisando el cieno. Las luces de led dejan las rodillas tibias. Dentro del bosque está enterrada la baraja del loco ahorcado y del mendigo con los ojos en cruz. Ningún poema es una roca. Ningún poema es para todos. Es en la hoguera donde se juegan las verdaderas partidas. Donde las camisas se enfrían. El vacío tiembla. Sólo en la hoguera el vacío tiembla.
Está muy cerca la aparición del Crucificado.
Y será el resplandor lo tangible.
El Crucificado mastica el muérdago y la sal.
La ceniza es la copa de Agua del solitario.
Volcánicos y oníricos, los poemas de La Luz decapotable son asedios creativos a la simbología mistérica de sus visiones, trazos verbales que con sus rápidas pinceladas y la expresividad vertiginosa de su tono invocatorio transfiguran la realidad en el rito de ese viaje sin regreso en que consiste la poesía verdadera:
ACTO 3
El sol negro quema.
Hablar y cantar dentro de largos esqueletos.
Trozos de sombra sobre el plato. Escuchar la sombra saltar en los techos. Escuchar la Rosa cuando acaba el día. Las piedras pesan en los zapatos. Voz acumulada. Las gotas se secan antes de llegar al piso. Y la Dama y su vestido rojo queman el anillo. Huir. La lluvia busca en la ropa algún rastro de sus ojos. Son los nudos los que abren la puerta. Vidrio partido en los bolsillos. Tormenta que pacta con las mejillas para suavizarlas. El corazón se alza hasta lo más alto del jardín. Tiemblan las pantorrillas. Parte la amada dibujando su silueta en el Aire.
El Crucificado queda en el cuarto, solo, dibujando con las yemas de los dedos su cielo.
Fuera del Amor nadie te salva.