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04 enero 2023

Poesía completa de John Keats




“Aquí yace uno cuyo nombre está escrito en el agua”, se lee en el epitafio de la tumba de Keats en el cementerio acatólico de Roma. Keats había agonizado en un cuarto junto a las escalinatas de la Trinità dei Monti, desde el que podía ver la Barcaccia, la fuente famosa de la Plaza de España.

“John Keats murió en Roma de tuberculosis a la edad de veinticuatro años, en 1821; y fue sepultado en el romántico y solitario cementerio de los protestantes de Roma, bajo la pirámide que es la tumba de Cestio y los fuertes muros y torres, ahora en ruinas y desolados, que conformaban el recinto de la antigua Roma. En medio de la ruinas está el espacio abierto del cementerio, cubierto en invierno de violetas y margaritas. Caería uno enamorado de la muerte solo de pensar en ser enterrado en un lugar tan dulce”, escribió su amigo Percy B. Shelley en el Prefacio que presentaba su Adonais, la elegía por la muerte de Keats.

Alejado por igual del sentimentalismo de Coleridge y Worsdworth, los poetas de los lagos, y del malditismo provocador de Byron y Shelley, John Keats (Londres, 1795-Roma, 1821), el romántico que murió más joven, fue el poeta-poeta, el más claramente tocado por el don de la poesía y la palabra, el que más prestigio poético conserva hoy, porque su obra ha pasado sin daño por encima del tiempo. 

Lo demuestra el amplio volumen con su poesía completa que publica Berenice con una portentosa traducción rítmica de José Luis Rey, de la que puede dar idea la traducción de la segunda estrofa de la Oda a una urna griega:

Son dulces las canciones que escuchamos, 
pero aquellas no oídas son más dulces aún:
por tanto, sonad, gaitas; mas no para el oído, 
tocad para el espíritu melodías sin tono: 
hermosa joven, tú, que bajo árboles 
jamás dejarás ya de cantar tu canción, 
ni  tampoco los árboles han de perder sus hojas; 
y tú, valiente amante, jamás has de besar, 
tan cerca de tu amada -pero no te lamentes; 
ella no se marchita -aunque tú no lo alcances, 
la moral para siempre y siempre será hermosa!

De todos sus contemporáneos, Keats fue el más consciente en la reflexión sobre la noción de lugar que cimenta su poesía meditativa. Un lugar que delimitó en sus cartas, en las que habló de la capacidad de vaciarse  de sí mismo, de enajenarse y perder la propia identidad para identificarse con el paisaje o con el pájaro que picoteaba en el alféizar de su ventana, para convertirse en urna griega o ser otoño o ruiseñor.

Lo resumía en la carta que dirigía el 27 de octubre de 1818 a su amigo Richard Woodhouse, la que Cortázar definió en su memorable Imagen de John Keats como la “carta del camaleón”, comparable a las Cartas del vidente de Rimbaud: “El poeta es un ser sin identidad, lo es todo y no es nada; no tiene carácter; disfruta la luz y la sombra (...) Lo que choca al virtuoso filósofo deleita al camaleónico poeta (...) Un poeta es el ser menos poético que haya, porque no tiene identidad: está continuamente sustituyendo y rellenando algún otro cuerpo (...) El sol, la luna, el mar, los hombres y las mujeres, que son criaturas impulsivas, son poéticos y tienen en sí algún atributo inmutable. El poeta no posee ninguno; ninguna identidad, y es, sin duda, el menos poético de todos los seres creados por Dios (...) Si, por lo tanto, el poeta no tiene ser en sí y yo soy poeta, ¿qué hay de asombroso en que diga que voy a dejar de escribir para siempre? (...) Tal vez ni siquiera ahora estoy hablando por mí mismo, sino desde alguna individualidad en cuya alma vivo en este instante.”

Visionaria y creativa, la poesía de Keats presagia a Rilke en su viaje hacia la trasmutación poética en busca de la esencia de la realidad, en su buceo hacia lo que se agita en las profundidades. Y lo hace con una suma de reflexión y creatividad, de meditación e imaginación, de lucidez y contemplación receptiva en la que el poeta se deja tomar por la realidad, que acaba poseyendo al poeta, el que ve como pudieron ver los dioses.

“Él describe lo que ve. Yo describo lo que imagino”, escribía Keats para diferenciar su poesía de la de Byron. Porque en Keats la imaginación no es sólo el motor de la escritura, sino el método para entender el mundo de una manera profunda.

Y esa imaginación, que viene de Milton y de Blake, se apoya en la subjetividad de los sentidos y se proyecta sobre una naturaleza que en Keats nunca se convierte en símbolo conceptual. Su obra, ubicada en el cruce de lo ideal y lo real, del mito y la naturaleza, de los sentidos y la reflexión, es una indagación imaginativa del poeta en sí mismo y en su lugar en el mundo, el reflejo literario de un proceso de aprendizaje y asimilación del dolor y la tristeza que se fue intensificando y dando lugar a sus mejores poemas desde 1819, desde que tuvo la certeza de que la muerte se le aproximaba. Ese es el año del extenso e inacabado poema narrativo Hiperión o de sus espléndidas Odas (A Psique, A un ruiseñor, Al otoño, A la melancolía).

“Lo que nos sigue llamando la atención y haciendo imperecederos estos poemas -afirma José Luis Rey en su prólogo ‘El constructor del castillo’- es su mezcla de amabilidad, alegría, soltura en el decir, el tono coloquial y a la vez encendido, el arranque cordial siempre, la capacidad de comunicar y comulgar con el lector, al compartir el intenso asombro por los detalles y las pequeñas cosas de la vida que el poeta eleva a su pleno ser.
[…]
Por su cálida voz se le podría definir como un poeta italiano nacido en Inglaterra. Lo cierto es que al final fue sin duda un poeta inglés muerto en Italia.”

El 23 de febrero de 1821 murió el hombre, pero su poesía espiritual y delicada, imaginativa y triste se hizo definitivamente inmortal en versos memorables como estos que cierran su Oda a una urna griega:

La belleza es verdad y la verdad, belleza, 
amigos, he aquí todo cuanto hay que saber.

“Después fue Adonais -escribe Cortázar-, el dolor solitario de unos cuantos que lo habían conocido en toda su belleza; y lentamente el olvido, también necesario, la noche de John Keats.
Él había murmurado un día: «Pienso que después de mi muerte estaré entre los poetas ingleses». Cincuenta años más tarde será Matthew Arnold quien confirme el alba: «Está. Está con Shakespeare».”