Quinientos años de vida cultural en Occidente
“No hay más que dirigir la vista a los números para saber que el S. XX ha llegado a su fin. Pero hace falta una mirada más ancha y más profunda para ver que la cultura occidental de los últimos 500 años está finalizando al mismo tiempo”, escribe Jacques Barzun en las líneas iniciales de su monumental ensayo Del amanecer a la decadencia, que publica Taurus con traducción de Jesús Cuéllar y Eva Rodríguez Halffter.
Quinientos años de vida cultural en Occidente es el subtítulo del libro. Alguien podría pensar que ese subtítulo es grandilocuente, ambicioso y exagerado. Pero basta con leer párrafos como este para darse cuenta de que no estamos ante un libro cualquiera, sino ante una sólida construcción de historia de la cultura que une rigor científico y claridad expositiva:
Admitiendo para efectos de la hipótesis que «nuestra cultura» pudiera estar terminando, ¿por qué elegir estos 500 años? ¿Qué es lo que les da unidad? La fecha de arranque, el año 1500, sigue la costumbre: desde época inmemorial, los libros de texto dicen que es el comienzo de la Era Moderna. En casi todas las páginas de la primera media docena de capítulos se hallarán buenas razones para esta clasificación. El lector advertirá de pasada que aquí se utiliza la palabra era para referirse a periodos de 500 años o más; tiempo suficiente para que puedan fructificar las posibilidades de una cultura en evolución; periodo, época o edad denotan lapsos más breves y diferenciados dentro de una era.
Mantener el rigor a este respecto contribuye a aclarar la confusión por la cual «moderno» se ha utilizado para aludir tanto a la época que sigue a la Edad Media como a los periodos mal definidos en que se dice que comienza la «modernidad»: 1880 o 1900 o 1920. Se verá también que las divisiones dentro de la Era Moderna difieren de las que aparecen en los libros de texto universitarios de historia general. La perspectiva cultural exige una estructuración distinta. Tres periodos de tiempo, cada uno de 125 años aproximadamente, nos llevan, grosso modo, desde Lutero a Newton, desde Luis XIV a la guillotina, y desde Goethe al New York Armory Show. El cuarto y último periodo abarca el resto del siglo.
Si esta periodización hubiera de justificarse, cabría decir que el primer periodo —1500-1660— estuvo dominado por la cuestión de qué creer en religión; el segundo —1661-1789—, por cuestiones en torno al status del individuo y el modo de gobierno; el tercero —1790-1920—, por las vías para lograr igualdad social y económica. El resto es consecuencia mixta de todos estos esfuerzos.
Organizado en cuatro partes -De las noventa y cinco tesis de Lutero al “Colegio Invisible” de Boyle; Del cenagal y las arenas de Versalles a la pista de tenis; De la primera parte de Fausto a “Desnudo descendiendo una escalera n° 2”; De La gran ilusión a “La civilización occidental tiene que desaparecer”-, Del amanecer a la decadencia es una obra monumental en la que cada página ofrece motivos de deslumbramiento por el rigor intelectual, la agudeza interpretativa y la claridad expositiva en una narración que -anuncia su autor en el prólogo- “no sólo trata sobre hechos y tendencias sino también sobre personalidades. La exposición está punteada de retratos rápidos, algunos de figuras presumiblemente muy conocidas, pero las más de las veces de otras olvidadas con excesiva frecuencia. Nos encontramos, cómo no, con Lutero y Leonardo, Rabelais y Rubens, pero también con Margarita de Navarra, Marie de Gournay, Cristina de Suecia y personajes de su categoría de todas las épocas. Todos ellos aparecen en tanto que personas, no simplemente como actores, porque la historia es ante todo concreta y particular, no general y abstracta. Es conveniente recordar solamente que al volver a relatar muchos hechos el historiador ofrece generalidades y da nombres a «periodos» y «temas», pero su materia prima en sí está formada por los pensamientos y actos de seres que un día estuvieron vivos.”
Cada una de esas cuatro secciones cronológicas se subdivide en capítulos sobre las ideas fundamentales de cada periodo con secciones transversales -La vista desde Madrid hacia 1540, desde Venecia hacia 1650, desde Londres en 1715, desde Weimar en 1790, desde París en 1830, desde Chicago en 1895, desde Nueva York en 1995- que ofrecen una perspectiva intrahistórica de cada época a partir de testimonios diversos de quienes fueron sus protagonistas anónimos o famosos, para “examinar acontecimientos e ideas de orden diverso como podrían haber sido advertidos o conocidos por un observador atento en un tiempo y lugar determinados.”
A esa mirada cambiante se refiere Barzun en este significativo párrafo:
¿Qué caracteriza, pues, a una edad nueva? La aparición o desaparición de determinadas encarnaciones de una finalidad dada. Miremos por la ventana: ¿dónde está el pregonero?, ¿dónde los desocupados que asisten a una lucha entre perros y un oso o ríen ante las puertas de un manicomio? Y ¿utiliza alguien la palabra «noble» para alabar a una persona o, como Ruskin, para clasificar los tipos de arte? Observemos la dedicatoria de un libro nuevo: ¿por qué no hay ya esas tres o cuatro páginas de adulación altisonante dirigida a un protector? Cada uno de estos elementos hoy inexistentes dan fe de cambios en tecnología, actitudes morales, jerarquía social y defensa de la literatura.
Jacques Barzun (1907-2012), francés afincado en Estados Unidos, donde fue profesor de la Universidad de Columbia y vivió hasta los 105 años, la publicó en 2000, a los 93, como culminación de una larga trayectoria dedicada a la historia de las ideas y del pensamiento occidental y favorecida por “el insomnio y la longevidad -puros accidentes- que contribuyeron a cristalizar ideas fugaces gracias a su obsesiva reaparición”, como señala él mismo en la nota preliminar.
Del amanecer a la decadencia es un ambicioso recorrido por medio milenio decisivo de cultura, un brillante ensayo de interpretación en el que arte y literatura, filosofía y religión, política y economía, música y teatro, ciencia y técnica, moda y costumbres, sexualidad y gastronomía van siendo vinculados en una trama que se articula alrededor de un conjunto de temas centrales en la historia del pensamiento occidental: la abstracción, el análisis, la emancipación, el individualismo, el primitivismo, el cientificismo, el secularismo o la autoconciencia, ideas motrices de la evolución de la cultura y la sociedad.
Y en torno a esos temas centrales, Barzun aporta meditaciones y juicios de valor, propone interpretaciones, incorpora digresiones iluminadoras sobre la historia de la cultura y de las ideas e intercala citas, recomendaciones de lecturas y retratos de figuras representativas de cada momento, de cada actitud o de cada idea. La magistral evocación de Martín Lutero abre una serie de la que forman parte Petrarca y Descartes, Leonardo da Vinci, Rabelais y Rubens, Giordano Bruno y Cromwell, Shakespeare, Bach y Mozart, Beaumarchais y Rousseau, Burke y Samuel Butler, Bernard Shaw y mujeres como Isabel de Castilla, Catalina de Médicis, Margarita de Parma, Isabel I, Margarita de Navarra, Cristina de Suecia o Florence Nightingale.
De la monumentalidad enciclopédica de su empeño y de su voluntad panorámica dan cuenta no sólo las mil trescientas apretadas páginas del volumen, sino las cuarenta páginas de su apabullante índice onomástico o las más de treinta de un índice de materias en el que conviven la lectura silenciosa y la invención de la cuchara, Hamlet y la evolución de la sexualidad, la alegoría y el tabaco, la tolerancia y la alquimia, la Biblia y la torre Eiffel, el Despotismo ilustrado y la importancia de la fotografía en la guerra civil de los Estados Unidos.
La última parte proyecta una mirada muy crítica y muy pesimista sobre el mundo actual y sobre la decadencia a la que alude el título como signo de esta época, en la que Barzun da por agotado el impulso humanista que dio lugar al Renacimiento.
Pero para dejar una puerta abierta a la esperanza en el futuro, Barzun cierra el libro con una fantasía ucrónica que termina con estas líneas:
Después de cierto tiempo, que se calcula en torno a un siglo, el pensamiento occidental se vio atacado por una plaga: la del aburrimiento. La embestida fue tal que esa gente tan excesivamente entretenida, dirigida por un puñado de incansables hombres y mujeres de los círculos superiores, pidió que se llevara a cabo una reforma y finalmente la impuso de la manera habitual: repitiendo una idea. Estos radicales habían comenzado a estudiar los viejos y abandonados textos literarios y fotográficos y sostenían que en ellos estaba registrada una vida más plena. Instaron a que se observaran con una nueva mirada los monumentos que aún quedaban en pie alrededor y reabrieron unas colecciones de obras de arte a las que nadie se acercaba porque hacía tiempo que parecían uniformemente insulsas. Diferenciaron estilos y las distintas épocas en que aparecieron; dicho en pocas palabras, encontraron un pasado y lo utilizaron para crear un nuevo presente. Por fortuna, eran malos imitadores (a excepción de unos pocos pedantes) y la torcida idea que tenían de sus fuentes sentó las bases de nuestra naciente —o quizás habría que decir renaciente— cultura, que ha resucitado el entusiasmo entre los jóvenes con talento, que no dejan de proclamar el gozo de estar vivo.
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