¿Quién si yo gritara llegaría a oírme desde los coros
de los ángeles? Y si uno de ellos acabara incluso
por tomarme en su corazón, me fulminaría entonces
su existencia más potente, pues lo bello no es sino
el comienzo de lo terrible, casi insoportable para nosotros,
que tanto lo admiramos porque impasible desdeña
aniquilarnos. Qué terribles son todos los ángeles.
Así comienza la ‘Elegía Primera’ en la nueva traducción de Adan Kovacsis y Andreu Jaume de las Elegías de Duino, que edita Lumen cuando se cumple un siglo de su publicación.
“Rilke fue en cierto sentido el poeta más religioso desde Novalis, pero no estoy seguro en absoluto de que tuviera ninguna religión. Él veía de otra manera. De una manera nueva e íntima”, escribió Musil en un texto que se recoge en este volumen para abrir el magnífico prólogo titulado ‘El tiempo de lo decible’ que comienza así: “Cuando, en enero de 1912, Rilke, mientras bajaba por el acantilado de Duino hacia la playa Sistiana, oyó la voz que le dictó el verso inicial de lo que acabaría siendo la «Elegía primera», se estaba adentrando en el último periodo creativo de su vida, una década en la que iba a eclosionar todo lo que había perseguido en su obra anterior aun sin acertar a concretarlo.”
Así arrancaba el proceso creativo de unos textos escritos en un prolongado periodo de tiempo, a lo largo de una década, entre enero de 1912 y febrero de 1922, entre dos castillos: el de Duino en la costa de Trieste y el de Muzot en Suiza, diez años de búsqueda de un camino de perfección entre la belleza y el espanto, dos constantes rilkeanas de las que habló memorablemente Antonio Pau en una obra imprescindible sobre el poeta. Diez años en los que Rilke, como Mahler, como Kafka, como Zweig, como Musil, vio hundirse una civilización y una idea de Europa.
Con las Elegías de Duino, no sólo su cima poética, sino también una cumbre de la poesía europea, escribió un poema esencial del siglo XX, semejante en potencia visionaria y en ambición verbal a Espacio de Juan Ramón Jiménez y a los Cuatro cuartetos de Eliot. Un poema único articulado en diez partes que mantienen entre sí una serie de líneas de comunicación y que adquieren su verdadera dimensión en el conjunto.
En el irrepetible tono oracular de palabra inspirada con que arranca la ‘Elegía Primera’ ya están fijadas la tonalidad poética y la voz lírica que van a recorrer toda la obra:
Decido pues contenerme y reprimo la llamada
de un oscuro llanto. Ay, ¿a quién seremos capaces
de recurrir? No a los ángeles ni a los hombres
–y los sagaces animales empiezan a darse cuenta
de que ya no estamos demasiado seguros
en el mundo interpretado–. Tal vez nos quede algún
árbol allá en la ladera para poder verlo
todos los días. Y nos queda la calle de ayer
y esta caprichosa lealtad de una costumbre
que se sintió a gusto entre nosotros y ya no se fue.
Pero además a lo largo de esa primera composición, se anuncian, como en una obertura, los temas que van a ir desarrollándose en el conjunto de las Elegías: el ángel y ese animal de fondo que prefigura la última poesía juanramoniana, el viento de la noche, el amor y la muerte, la misión del poeta y su palabra salvadora, la relación entre los vivos y los muertos en el marco de una meditación existencial sobre el sentido de la vida, sobre la soledad y el vacío del hombre, sobre el abismo entre lo humano y lo permanente.
Entre dos impulsos, el cósmico y el visionario, las Elegías de Duino son una exploración en los límites, una indagación en lo invisible a partir de la relación entre la naturaleza y la conciencia, entre la mirada exterior y la mirada interior, entre el mundo visible y el mundo invisible.
Ese ámbito abierto y ascendente es el del ángel que simboliza el espacio de la transición quebrada entre esos dos mundos, entre la realidad y el misterio, entre los vivos y los muertos, entre la fugacidad y lo infinito. Es el espacio propio de esos ángeles que vio Rilke en los cuadros del Greco en su visita a Toledo, “ciudad del cielo y de la tierra”, que unifica en una sola visión, como la del pintor, “las miradas de los muertos, de los vivos y de los ángeles.”
Rilke se instala así al filo del abismo con una ambición poética que le permite moverse entre el cielo y la tierra, indagar en lo cósmico y a la vez en lo telúrico, elevarse y abismarse con una mirada que va de lo exterior a lo interior buscando el espíritu de las cosas en un proceso de transformación espiritual que le lleva de la percepción a la conciencia, de lo negativo a lo positivo. Como esos ángeles
Afortunados al alba, mimados de la creación,
altas cordilleras, largas cumbres aurorales
de todo lo generado; polen de la deidad floreciente,
articulaciones de la luz, pasillos, escaleras, tronos,
espacios de esencia, escudos de dicha, conmoción
de tormentosos entusiasmos y, de pronto, único,
el espejo que devuelve la propia belleza emanada
alumbrándose de nuevo en el propio semblante.
Es un viaje hímnico y meditativo hacia lo íntimo, hacia el interior de una conciencia proyectada ya en el mundo exterior:
Sí, las primaveras te necesitaban. Algunas estrellas
te creían capaz de sentirlas. Una ola
se levantó hacia ti en el pasado o es que al pasar
por delante de una ventana abierta
se te ofreció un violín. Era toda una misión.
Pero ¿llegaste a cumplirla?
Porque “la transformación -afirman Adan Kovacsis y Andreu Jaume en su prólogo- es probablemente el término clave de las Elegías de Duino, como lo es de los Sonetos a Orfeo, las dos obras que conforman el testamento de un poeta para una cultura en crisis.”
En ese proceso de transformación, en este “ciclo de la mutación”, la despedida y la ausencia, el silencio y el trayecto de lo visible a lo invisible, de lo cotidiano a lo trascendente, de lo contingente a lo intemporal, de lo cerrado a lo abierto, se convierten en los núcleos de sentido de las Elegías, eje de una lírica de la finitud anclada en la conciencia de que la misión del poeta es hacer decible lo indecible y convertir lo terrenal en invisible, porque, escribe Rilke al comienzo de la ‘Elegía Tercera’:
Una cosa es cantar a la amada y otra, ay,
al oculto y culpable dios fluvial de la sangre.
Es en las cuatro últimas elegías donde se produce ese salto ontológico y poético de transformación y afirmación que salva el abismo en el que las seis primeras habían situado al hombre y reclama la plenitud de la existencia desde la cercanía conseguida con el ángel y la afirmación de la condición humana,
porque estar aquí es tanto; y porque todo
lo que hay aquí, tan efímero, nos requiere, se diría
y extrañamente nos incumbe, a nosotros, los más efímeros,
pero solo una vez cada cosa, una vez y nunca más.
Y nosotros también una sola vez y ya nunca más,
pero este haber sido una vez, aunque haya sido único,
este haber sido en la tierra, parece irrevocable.
Porque las Elegías de Duino, explican los editores, “constituyen también el intento de revertir esa separación entre el decir poético y la verdad, devolviendo la belleza a su lugar originario.”
Esta nueva edición, que presenta el texto exento para facilitar una lectura fluida del conjunto, añade en páginas sucesivas un conjunto de notas aclaratorias sobre las diez elegías; incorpora un abundante repertorio de poemas del ámbito creativo de las Elegías, como la magnífica ‘Trilogía española’ que escribió en Ronda en enero de 1913, y un buen número de cartas coetáneas a la composición de los poemas, “en las que el poeta comenta experiencias, lecturas y cuestiones que resultan muy iluminadoras para entender los poemas.”
Cierran la edición un facsímil del manuscrito de la ‘Elegía Cuarta’; el texto completo de la versión original alemana de las Elegías y una cronología de la vida del poeta. Así termina el texto relativo a 1926:
“En diciembre vuelve al sanatorio de Val-Mont. El 29 de diciembre muere de leucemia en Val-Mont. Es enterrado el 2 de enero de 1927 en el cementerio de Raron, en el Valais. En su lápida se graban unos versos suyos que él mismo había elegido como epitafio: «Rosa, oh contradicción pura, deleite / de ser sueño de nadie bajo tantos párpados».”
Hay que volver a Musil para cerrar esta reseña y recordar que Rilke “no fue una cumbre de esta época, fue una de esas alturas en las que el destino del espíritu hace pie para pasar sobre las épocas.”