Un monumento narrativo
“En las circunstancias civiles de su existencia, varias de ellas tocantes a la literatura, Gabriel Miró fue un recolector de pequeños fracasos: opositó sin éxito dos veces a la judicatura, fue aspirante rechazado a la Real Academia Española (a la que tras el primer rechazo, rehusó volver a presentarse cuando lo empujaron a ello), algunas de sus obras optaron en distintas ocasiones y siempre con resultado negativo al premio Fastenrath de la misma institución, escribió demorada y denodadamente sus libros atado a sucesivos empleos burocráticos de magro sueldo para subvenir a las necesidades familiares… Cuando murió, apenas pisada la raya del medio siglo, había coronado el propósito que alentó siempre: no tener biografía”, escribe Ángel Luis Prieto de Paula en la introducción de La novela de Oleza, el volumen en el que Drácena reúne dos obras de Gabriel Miró: Nuestro Padre San Daniel (1921) y El obispo leproso (1926), concebidas como un todo narrativo articulado en esas dos entregas.
Y aunque “posiblemente no haya cumbres más elevadas en la prosa castellana de su tiempo”, como afirma Prieto de Paula, tampoco literariamente ha tenido suerte Gabriel Miró, creador de un mundo narrativo inconfundible y artífice de una de las mejores prosas del siglo XX que sin embargo ha sido relegado injustamente a un rincón oscuro de la fama al que se le ha desplazado para dejar sitio a escritores mediocres o irrelevantes, muy inferiores a un Miró al que en alguna ocasión se le definió como el Proust español. Sin duda, una de las razones de su oscurecimiento -hay otras varias- es la que señala el prologuista cuando recuerda que “su determinación artística lo llevó a no plegarse a requerimientos de índole social ajenos a lo intrínsecamente literario, lo que lo situó fuera de foco.”
Nuestro Padre San Daniel y El obispo leproso, las dos obras mayores reunidas en este volumen, transcurren en la misma ciudad, Oleza, una transposición literaria de la Orihuela de finales del siglo XIX, donde Gabriel Miró vivió cinco años de su infancia como interno en el colegio de jesuitas que será el centro de El obispo leproso.
Oleza acaba asumiendo en el conjunto un papel no sólo de escenario, sino incluso de protagonista. Porque ese lugar de provincias, paralizado en una atmósfera irrespirable de religiosidad morbosa e invasora de la intimidad y la identidad, es el crisol donde se funden las vidas a contraluz de los personajes que habitan las dos obras.
Novela de capellanes y devotos es el significativo subtítulo de Nuestro Padre San Daniel. Porque el catolicismo rigurosamente integrista de la levítica Oleza se convierte en el marco opresivo que asfixia la discrepancia ideológica o religiosa y las soterradas pasiones amorosas de sus habitantes: la poderosa familia Egea, encabezada por el hidalgo viudo don Daniel y su hija Paulina, que se casa con el carlista don Álvaro Galindo, su hijo, Pablo; el benevolente y pasivo obispo Francisco de Paula Céspedes y su ayudante, el párroco don Magín, refinado y acogedor; el intransigente padre Bellod, el penitenciario don Amancio Espuch o el repulsivo Cara-rajada.
El contraste entre la fealdad y la belleza, entre el amor y el odio, entre la crueldad y la benevolencia conforman la realidad poliédrica y compleja de un universo humano retratado por la prosa deslumbrante de Miró, que une hondura meditativa y sensualidad emocional para reflexionar sobre la condición humana y sobre las tensiones entre la tradición y la modernidad, entre el inmovilismo y el progreso, entre la libertad y la autoridad o entre el individuo y la sociedad con una densidad de pensamiento y una poética verbal muy depurada que se encuentra en muy pocos escritores.
Un ejemplo, el párrafo que cierra El obispo leproso y el ciclo de Oleza:
El tren arremolinaba la hojarasca de las cunetas. De cada cruce de vereda, de cada barraca se alzaba un vocerío en seguida remoto. Un rugido de agua. Calma y silencio. Carretas de bueyes. Senderos entre maizales. Humos de ribazos. Pozas y agramaderas de cáñamo. El paso a nivel de la carretera con sus olmos corpulentos. Dos jesuitas que miraban el correo y después siguieron su vuelta a «Jesús». Ruedas de menadores en un camino hondo de tapias. Más silencio. Más pequeña Oleza, recortándose toda en las ascuas de poniente. Racimos de campanarios, de cúpulas, de espadañas —ruecas y husos de piedra— en medio de lienzos verdes, de barbechos tostados, de hazas encarnadas, de cuadros de sembradura. Palmeras. Olivar. Todo giraba y retrocedía bajo la comba del azul descolorido. Cipreses y cruces entre paredones. El Segral solitario. Lo último de Oleza: la torre de Nuestro Padre; el cerro de San Ginés… Se adelantó un monte con las faldas ensangrentadas de pimentón. Nieblas y cañares. Y se quedó sola en el campo una colina húmeda con una ermita infantil. Encima temblaba la gota de un lucero…
Llega hoy a las librerías en esta nueva edición en un solo tomo.
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