24 agosto 2023

Faulkner o el calor

 


Desde poco después de las dos hasta casi la puesta de sol de aquella tarde de septiembre, larga, calmosa, tórrida, agotadora y mortecina, habían estado sentados en lo que la señorita Coldfield aún llamaba el despacho porque así lo denominaba su padre. Era una habitación sombría y sofocante, sin ventilación, con las persianas echadas y bien sujetas desde hacía cuarenta y tres veranos porque, cuando era niña, a alguien le pareció que la luz y las corrientes de aire transportaban el calor y que la penumbra era siempre más fresca, y la cual (como el sol siempre daba con más fuerza por ese lado de la casa) se llenaba de rayos amarillentos en los que pululaban motas de polvo que a Quentin le parecían partículas de la vieja pintura, apagada y reseca, que se descamaban de las persianas y se colaban hacia dentro a medida que el viento las empujaba. Había una enredadera de glicinia que estaba floreciendo por segunda vez aquel verano en una celosía de madera delante de una ventana a la que, de vez en cuando, llegaban al azar bandadas de gorriones que producían un sonido seco y apagado antes de volver a marcharse.

William Faulkner.
¡Absalón, Absalón! 
Edición de Bernardo Santano Moreno.
Letras Universales Cátedra. Madrid, 2020.





La mujer regresó antes del domingo. Hacía calor. Los viejos decían que nunca se había conocido en la ciudad una ola de calor como aquélla. La mujer fue al oficio aquel domingo y ocupó su sitio en el banco del fondo. Y en medio del sermón saltó de su banco y comenzó a gritar, a vociferar algo dirigiéndose al púlpito, donde su marido había dejado de hablar y se inclinaba hacia delante, con las manos en el aire, inmóvil.

William Faulkner.
Luz de agosto.
Traducción de Enrique Sordo.
Alfaguara. Madrid, 2011





El calor del verano, no mitigado por la lluvia —los días de fuego en los que incluso las hojas de los robles amarilleaban y morían, las noches en las que las ordenadas estrellas parecían mirar hacia abajo con un frío asombro sin párpados a una tierra ahogada en polvo—, acabó por fin y, durante las tres semanas del veranillo de San Martín, la tierra, la antigua Lilit, cansada de tanto ardor, reinó, entronizada y coronada al mismo tiempo que se anunciaba la defunción oficial de la vieja cortesana invencible.

William Faulkner.
El villorrio.
Traducción de José Luis López Muñoz.
Alfaguara. Madrid, 2010.