“Ser altivo, sectario e ignorante, todo junto, es algo terrible. No necesitas leer a un escritor. Consideras que sus libros son algo así como un asunto privado, intrascendente: como si no fuera justo al revés, que el único asunto público con el que lidia un escritor es su escritura, que justo todo lo demás, su sexo, su familia y hasta sus opiniones sobre esto o aquello, forma parte de lo privado que no debe interesarnos, o debe interesarnos solo muy relativamente”, escribía Rafael Chirbes el 9 de enero de 2007 en la segunda anotación de A ratos perdidos 5 y 6, la tercera y última entrega de sus Diarios, que publica Anagrama.
Es un voluminoso tomo que recoge el material de once cuadernos que abarcan desde el 8 de enero de 2007 al 28 de junio de 2015, cuando Chirbes presagiaba ya el fin, mes y medio antes de morir el 15 de agosto:
Cuando hace un año me propusieron repetir una frustrada colonoscopia me negué: si el índice tumoral está bien, para qué reproducir las incomodidades (me debieron tocar o perforar algo, a raíz de aquello me pasé seis meses con molestias). Dejemos algo en manos del azar, le dije a la médico. Poco a poco, las molestias que habían desaparecido han sido sustituidas por otras nuevas y sigo perdiendo peso (dieciséis kilos menos de lo que durante los últimos años era habitual). Al principio, la doctora de tiroides lo consideraba un signo positivo: mejor estar delgado. Esta última vez se alarma, porque, además de peso, pierdo hierro, y eso puede ser un signo de la existencia de algún tumor, aunque el índice tumoral continúa siendo excelente. Se preocupa por una tos incomodisima que tengo desde hace seis meses y que algunos días apenas me deja hablar (¿cómo no has ido a que te vea el otorrino?), por el colon, me dice que tengo que pedir una nueva colonoscopia al internista, y yo hace meses que estoy pensando lo peor, pero no tengo muchas ganas de vivir que digamos, y calculo que no es mal momento, antes de que empiecen las limitaciones de verdad, las dependencias ajenas. Lo que sea y cuando sea, con tal de que no resulte desagradable. Luego pienso en los animalitos, en mis perros y mis gatos, ¿qué hacer con ellos? ¿Dejarlos en manos de quién? Y no tengo tan claro que el momento sea tan bueno como me había dicho antes, y pienso que ojalá no sea lo que llevo meses imaginando.
Sus casi mil páginas son un espejo turbio el que se refleja el escritor y el hombre, los cientos de lecturas y los días interminables, los insomnios, el cine y la música, el miedo y la enfermedad. Los problemas económicos, el alcohol y la vida literaria, la política y la angustia, lo cotidiano y la escritura, los desahogos y los odios, el dolor físico y el bloqueo creador se suceden en estos diarios, a menudo sombríos, bajo una mirada cada vez más distante, más ácida y más desengañada hacia sí mismo y hacia lo que le rodea: “Pienso en las posiciones de tantos literatos, arrimados a ese boberío cínico del zapaterismo que disfraza de inquietud social una despiadada estrategia de conquista del poder, pienso en la fragilidad del libro que ayer le mandé a Herralde, y en mi propia fragilidad, y me asusto.”
Son trazos de “una vida cogida con alfileres”, de una “vida a la deriva” que asume en estos años un aislamiento cada vez mayor en su casa de Beniarbeig, entre el vacío existencial y la parálisis creativa: “Ni vivo ni escribo”, anota en una ocasión. “No tengo relación con nadie”, escribe en la primera anotación, el 8 de enero. Y el 2 de febrero: “Paso la noche sin dormir, pensando que no soy capaz de escribir ni una línea (no la he escrito). […] Me digo que tengo que aceptar que se ha acabado mi etapa de escritor.” Y unos días después: “No tengo ningunas ganas de seguir escribiendo, de ser escritor.”
Compuestos en la época en que Chirbes obtuvo más reconocimiento crítico con Crematorio y En la orilla, sus dos mejores novelas, afloran en estos diarios su inseguridad y sus dudas creativas con opiniones demoledoras sobre la primera en enero de 2007, cuando todavía se titulaba Cremación: “un libro francamente desagradable”; “me parece infumable, insalvable”; “esa puta novela que se me empasta en los dedos”, “la novela entera es un error”; “esta novela me ha agujereado por dentro”. O esta anotación, del 8 de enero, con la que se abre el volumen:
Jornada larga. Llevo despierto desde las seis de la mañana, leyéndome esta novela insalvable, que destapa mis limitaciones como escritor. Cabeza vacía y mano torpe, que se suman a una pérdida de referentes, a este no tener nada en la cabeza que me tortura. ¿Cómo puede uno querer ser escritor, si no tiene nada que decir? Basta con ver la prosa, la mediocridad de la escritura, la falta de densidad, la ausencia o planura de ideas. Lo dicho: la lectura de hoy me ofrece un balance demoledor.
Esa autocrítica feroz contrasta con los elogios que suscita la novela en sus primeros lectores y en el editor Herralde, pese a lo cual Chirbes sigue pensando que Crematorio es un fracaso y un libro fallido: “a pesar de los halagos, vuelvo a estar en el pozo, convencido de que todo el tiempo que le dedicado a la literatura ha sido tiempo perdido; que nada de lo que he escrito se sostiene y que, además, este tipo de vida ha ido dejándome solo, sin ningún agarradero, sin nada en lo que sostenerme, seco, falto de sentimientos: mi confianza, mi amor, ni siquiera sexo.”
Estos diarios son un exorcismo implacable del autor consigo mismo y con los demás, a los que dedica juicios como estos: “Durante quince años me tocaba discutir con amigos progresistas o que se consideraban revolucionarios que pensaban que Antonio Gala era un gran escritor progresista porque escribía columnas periodísticas contra los militares, contra la OTAN y contra la guerra. Leían devotos La pasión turca. ¡Lo consideraban un escritor progresista, cuando todo en él forma parte de lo rancio, lo ñoño, lo reaccionario! No había manera de convencerlos de que escribir contra la OTAN no libraba a su escritura de ser profundamente cursi; o, lo que es aún peor, estúpida y por eso mismo profundamente reaccionaria, halagadora de lo peor, falsa belleza para complacencia de marujas y marujones en celo. La bestia negra de estos amigos (algunos de ellos, profesores de literatura) era Vargas Llosa. Se negaban a ver que podía ser un liberal, un reaccionario, y, a la vez, un notable novelista (La guerra del fin del mundo, Conversación en La Catedral). Tampoco debería extrañarme de esas cosas. Discutir sus libros desde esa base. Pero la novela pinta poco en la sociedad contemporánea: vale lo que crece en torno a ella, los retratos de los autores, las declaraciones, las entrevistas, los manifiestos a los que se adhieren. Nadie parece tener tiempo para leerse las quinientas páginas que hace falta leer antes de empezar a hablar de un escritor, pero todo el mundo tiene tiempo para quedarse media hora viéndolo en la tele, o para echar una ojeada a la página que, en el periódico, habla de él. Tendrían que prohibirnos a los escritores decir nada que no fuera por escrito, y negarnos a los novelistas el derecho a verter una sola opinión, o un comentario, sobre la novela que hemos escrito. Si quieres saber de qué trata, léetela.”
O estas líneas demoledoras, sobre un artículo de Almudena Grandes: “Tras leer la columna de Almudena Grandes en el suplemento de El País, descolgué el teléfono y, como no me apareció ella, sino que me salió el contestador, le dejé un mensaje diciéndole que sentía vergüenza, le dije algo así como que no encontraba una piedra suficientemente grande en mi huerto para meterme debajo para ocultar la vergüenza que sentía. Se trataba de un artículo a la vez estúpido y repulsivo, mezcla de bobería y sectarismo. […] Ya me habían dicho que Almudena y su marido, Luis, son dos de los animadores culturales que frecuentan La Moncloa (Sabina es otro de ellos y, en el frente periodístico, Suso de Toro y Millás), pero la ñoña columnita de hoy expresa un desprecio notable hacia la inteligencia de los lectores, incluida la mía; si decimos que la literatura es indagación qué diremos que es esa columna. Hay un salto cualitativo, aquí aparece la desvergüenza del cortesano, y es que, claro, se acercan las elecciones y hay que cavar a toda velocidad las trincheras.”
Son sólo unas muestras significativas del tono descarnado, de la lucidez y la temperatura de estos diarios atravesados por la autocrítica más lúcida (“Soy el peor autor de diarios de la historia”, anotaba el 28 de mayo de 2008), por una creciente fragilidad y repletos de alusiones a libros, pinturas y películas, de la Odisea a Los cuatrocientos golpes de Truffaut, de Velázquez a Karl Kraus, de Ocho y medio, de Fellini, a Balzac, pasando por Sender o Galdós, uno de sus autores más admirados.
Estos últimos cuadernos de Chirbes son, como él mismo dice, “los menos personales, los más reflexivos y menos anecdóticos”. Y hay en ellos, de principio a fin, atravesando cientos de páginas oscuras con su sombra funesta, entre la desaparición de su compañero Paco, la claustrofobia y los repetidos ataques de pánico, la premonición de su propia muerte en reflexiones como esta:
Se muere a solas y dejando al descubierto la impotencia de los contempladores. No puedes compartir tu dolor ni tu lamentable extinción: todo lo que te llevas contigo, lo intransmisible, lo exclusivo.