Ensayos literarios de Virginia Woolf
Virginia Woolf acuñó en 1927, en uno de sus ensayos literarios, la metáfora del estrecho puente del arte para aludir al cruce entre tradición y modernidad en el que se sitúa la creatividad de un autor cuando asume por un lado las diversas herencias literarias y afronta por otro lado las novedades que justifican el sentido de su escritura.
Esa metáfora, “alude al momento paradigmático en que quien escribe ha de decidir qué llevarse de sus antecesores y qué aportar a sus contemporáneos”, como señala Rafael Accorinti en la introducción de su edición de El estrecho puente del arte, la colección de ensayos y artículos literarios que acaba de publicar Páginas de Espuma.
Organizados en dos partes -«El arte de la ficción» y «El arte de la biografía»-, Virginia Woolf aborda en estos textos ensayísticos la literatura de Melville, que “ha culminado su labor mejor que el artista más sofisticado de nuestra época”) y de Dickens, en cuyas novelas “todo es absoluto y extremo”; de Flaubert (que “tardó un mes en encontrar una frase para describir un repollo”) y de Dostoievski (“el fervor de su genio lo insta a cruzar todos los límites”), de Chéjov (“Nadie hay que parezca mejor dotado de un sentido más agudo de la belleza”) y Tolstói (“el más grande de todos los novelistas”, que “reescribió Guerra y paz siete veces’), de Stendhal (que “se propuso desde el principio dominar el arte de la vida”) y de Proust (‘todo su universo está impregnado de la luz de la inteligencia’); de Henry James ( de quien subraya “su manera majestuosa” y “la maestría de su prosa”); de Hemingway (“un escritor hábil y concienzudo”) o Thoreau, que “hizo todo lo que pudo para fortalecer su propia comprensión de sí mismo.”
En estos textos Virginia Woolf hace un repaso de sus lecturas y lanza una invitación a la lectura modélica del lector común, aquella que está libre de prejuicios académicos y no se deja orientar por otra guía que su propio gusto y su independencia de criterio.
En “¿Cómo debería leerse un libro?”, el texto de una conferencia para un colegio femenino de Kent en enero de 1926, da este consejo:
El único consejo que, en verdad, una persona puede dar a otra sobre la lectura es que no permita que nadie le aconseje, que siga sus propios instintos, que use el sentido común, que llegue a sus propias conclusiones. Si estamos de acuerdo en esto, entonces me siento en la potestad de proponer algunas ideas y sugerencias, porque la lector de lector no has de dejar que cuarto en esa independencia que es la cualidad más importante que puede llegar a tener.
Con su criterio propio de lectora común, Virginia Woolf evoca memorablemente sus horas en una biblioteca (“Día tras día no hacemos otra cosa que leer. Es una época de una excitación y una exaltación asombrosas”), exalta la belleza de la poesía griega y la perfección de su lengua, hace una lectura superficial y anodina del Quijote, se acerca al Viaje sentimental de Sterne o a Defoe, uno de los grandes escritores sencillos, a través de Moll Flanders y de Roxana; declara su simpatía por Jane Austen, “la artista más perfecta entre las mujeres”, y su profunda clarividencia de lo cotidiano y habla con admiración de otras escritoras como Emily Brontë o George Eliot o hace una profunda lectura de los novelistas rusos en “El punto de vista ruso”, de 1919, uno de sus mejores ensayos.
Pero hay mucho más en estas páginas intensas y cercanas de una Virginia Woolf lectora sutil: una reflexión sobre la relectura y sobre la crítica, un profundo análisis de los relatos de fantasmas de Henry James, una evocación necrológica de Conrad, con un agudo estudio de Marlow como proyección analítica y sutil del novelista desdoblado en su personaje; la autobiografía de De Quincey como paradójica suma de defectos y muestra de talento, o una lúcida disección de la obra novelística de Thomas Hardy.
Son las lecturas en voz baja, las propuestas de una lectora excepcionalmente penetrante, pero también las reflexiones técnicas de la novelista renovadora y consciente de su oficio que explora los procesos creativos y la anatomía de la ficción, la construcción del personaje desde dentro y la atención a su psicología, bajo una marcada influencia de tres novelistas decisivos en la configuración de su obra: Dostoievski, Henry James y Proust.
Cierra el conjunto el breve “Atardecer en Sussex: Reflexiones en un automóvil”, un ensayo de 1930 en el que Virginia Woolf habla en un ejercicio de ventriloquia y desdoblamiento de las distintas identidades que coexisten en su personalidad.
Una personalidad compleja y problemática para la que, como afirma Rafael Accorinti en su introducción, “leer y escribir es dar pasos hacia el pensamiento crítico, la independencia intelectual y la posterior libertad de la mujer.”
Con la edición de El estrecho puente del arte, que llega hoy a las librerías, Páginas de Espuma sigue enriqueciendo su espléndida colección de ensayos: Chéjov, Flaubert, Dostoievski, Proust, Poe, Stevenson, Clarín, Henry James, Joyce o Harold Bloom son algunos de los ilustres antecesores de su catálogo.
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