28 octubre 2023

Custodio Tejada. Brújula veleta

 



Ulises navegando en nuestras venas 
mientras escribe con otra voz en nuestra carne, 
la sombra de una brújula veleta 
que se torna en destino 
solaz y frío, ausente,

escribe Custodio Tejada en uno de los tres poemas preliminares de ‘Los ojos del viaje’, primera de las tres partes en las que organiza su Brújula veleta, el libro que toma título precisamente de unas palabras de ese poema.

Su parte central, ‘Geografía y estilo’, se subtitula ‘Libro de brújulas’ y es un conjunto de poemas que evocan viajes por decenas de lugares, de travesías exteriores en las que predomina la mirada contemplativa del viajero poeta que reúne en estos versos la experiencia del viaje y su elaboración verbal en personal recreación poética de la escritura. 

Porque el viaje transforma al viajero y se convierte en itinerario interior de conocimiento y reparación y la razón final del viaje “es descubrirse a sí mismo / a través de la mirada de otro. / Un viaje interior que va de lo etéreo / a lo tangible, / desde lo que se ve a lo que se intuye, / de lo que olvidas a lo que recuerdas.”

Viajes reales o imaginarios que van del museo del Prado a Tenerife, de El Cairo a Roma o a París, de Toledo a Cuba con la literatura o con el chocolate negro, desde el itinerario cósmico de la física cuántica a los haikus del “Diario del covid”, de Praga a Casablanca y a Fez o desde el granadino Puerto de la mora a Mombasa en un adelantamiento, “sabiendo que cualquier mirada mía / jamás volverá al mismo lugar en la que estuvo / ni será dos veces fuego o ceniza.”
 
La tercera parte, ‘Metapoética del paso’, se construye sobre una mirada más reflexiva, más interior, una filosofía del viaje y del viajero de la que puede ser un buen resumen este poema titulado “Poética del viaje”:

El alma de los sitios, 
la voz de los paisajes, 
las costumbres y su eco, 
el fósforo diario, 
la sombra de las piedras, 
el cuarto con su cama, 
el hábito del sol 
y la rutina.
Eso hace el caminante, 
embalsamar la vida en el lenguaje, 
como un taxidermista 
que cuelga de paredes 
los kilómetros recorridos, lágrimas, 
anécdotas, cabezas y sonrisas.
Pisadas cuya huella 
convierten la memoria 
en un museo vivo 
de gestos y ojos 
o en un lugar de tránsito 
que lleva al silencio.