Sodoma y Gomorra
Primera aparición de los hombres-mujeres,
descendientes de aquellos habitantes de Sodoma
que se salvaron del fuego del cielo.
La femme aura Gomorrhe et l’homme aura Sodome
Alfred de Vigny
Ya sabemos que mucho antes de ir aquel día (el día en que tenía lugar la velada de la princesa de Guermantes) a hacer al duque y a la duquesa la visita que acabo de contar, yo había espiado su regreso y llevado a cabo, durante mi acecho, un descubrimiento que concernía en particular a M. de Charlus, pero tan importante en sí mismo que hasta aquí, hasta el momento de poder darle el lugar y la extensión deseados, he aplazado su relato. Había abandonado, como he dicho, el observatorio maravilloso, tan cómodamente dispuesto en lo alto de la casa, desde donde se abarcan las accidentadas cuestas por las que se sube hasta el palacete de Bréquigny, y que están alegremente decoradas a la italiana por el campanil rosa de la cochera perteneciente al marqués de Frécourt. Me había parecido más práctico, cuando pensé que el duque y la duquesa estaban a punto de volver, apostarme en la escalera. Echaba un poco de menos mi retiro de altura.
Así comienza la muy breve primera parte de las dos en las que Marcel Proust organizó Sodoma y Gomorra, el cuarto tomo de A la busca del tiempo perdido, que acaba de aparecer en El Paseo Editorial en una cuidada edición anotada y puesta al día de Mauro Armiño.
Ese relato aplazado del secreto descubierto por el narrador mientras observaba la metafórica polinización de una orquídea por un abejorro una tarde de primavera es el del encuentro sexual entre el barón de Charlus y el chalequero Jupien:
Además, ahora comprendía por qué poco antes, cuando lo había visto salir de casa de Mme. de Villeparisis, había podido ocurrírseme que M. de Charlus tenía aires de mujer: ¡era una mujer! Pertenecía a la raza de esos seres menos contradictorios de lo que parecen, cuyo ideal es viril precisamente porque su temperamento es femenino, y que en la vida son semejantes, tan solo en apariencia, a los demás hombres.[…] Raza sobre la que pesa una maldición, obligada a vivir en la mentira y el perjurio, pues sabe que su deseo, aquello que para toda criatura constituye la mayor dulzura de vivir, se considera punible y vergonzoso, inconfesable.
[…]
Esos descendientes de los sodomitas […] se han asentado por toda la tierra, han tenido acceso a todas las profesiones y entran con tal facilidad en los clubs más cerrados que, cuando un sodomita no es admitido, las bolas negras son en su mayoría de sodomitas, pero de sodomitas que se dedican a incriminar la sodomía, por haber heredado la mentira que permitió a sus antepasados abandonar la ciudad maldita. Es posible que un día vuelvan a ella. Desde luego, forman en todos los países una colonia oriental, cultivada, musical, maledicente, dotada de deliciosas cualidades y de insoportables defectos. En las páginas que siguen se verán de una forma más profunda.
Empieza así en la novela una llamativa y sostenida incursión en las relaciones homosexuales masculinas y femeninas que serán el motivo de una honda reflexión sobre el sexo y el deseo a partir de la raza de los hombres-mujeres. Una reflexión sobre la que gravita intensamente la presencia poderosa de Albertine, no sólo uno de los personajes fundamentales del ciclo, sino uno de sus centros temáticos y emocionales.
Fue el último libro que publicó en vida Marcel Proust, que en este volumen “encara decididamente la inversión -ése es el término que utiliza, nunca el de homosexualidad”, como recordaba en el prólogo general Mauro Armiño, que añadía que “el Narrador tiene acceso al otro lado de la trama, al envés de la alcurnia y la lujuria; el descenso a los infiernos le permite entrar en las «ciudades de la llanura» y hacer el recorrido de los prostíbulos, mientras de día, al otro lado de las cajas, sobre el escenario visible, la sociedad francesa más esplendorosa representa la comedia de la elegancia y el brillo, de los coches y la modernidad, del golf y del tenis, de lo chic recién importado de Inglaterra como si todo ello fuese la cima de una civilización.”
Como en todo el ciclo de À la recherche du temps perdu, Proust se adentró en Sodoma y Gomorra en las zonas más secretas del deseo y la pasión a través de unos personajes memorables que se mueven con soltura, entre la frustración social o personal y la desenvoltura mundana, en los ambientes más refinados y decadentes del París finisecular: desde Combray a Balbec, desde Charlus en sociedad a Swann conversando con el príncipe de Guermantes, desde el aburrimiento de Mme. de Citry en las reuniones al escote de Mme. de Surgis, pasando por Albertine y sus amigas.
La inserción novelística de los individuos en su mundo social; las relaciones que mantiene el barón de Charlus primero con Jupien y luego con Morel, soldado y violinista; el amor del narrador por Albertine, la intuición de sus relaciones homoeróticas, su relación de dependencia, la obsesión, los celos y el desengaño o las intermitencias del corazón que fueron el título inicial del ciclo conviven en estas páginas prodigiosas con la mirada crítica e irónica a las veladas de los Guermantes y al salón de los Verdurin y a las reuniones de los miércoles en Balbec: el tedio de la banalidad, la superficialidad hipócrita, la insolencia y los códigos para iniciados aparecen en Sodoma y Gomorra como manifestaciones de una comedia social de enredo que representan, mejor o peor, los personajes que llenan estos capítulos y estos lugares exclusivos.
Y tras haber decidido romper con Albertine al final del capítulo tercero de la segunda parte (“El matrimonio con Albertine me parecía una locura”) y tras comunicárselo a su madre al comienzo del capítulo cuarto, el narrador decide al día siguiente casarse con Albertine, su mal y su remedio. Así se desdice ante su madre al final del rapidísimo capítulo cuarto:
Pero escúchame, no te apenes demasiado. Verás. Me engañé, ayer te engañé de buena fe, he reflexionado toda la noche. Es absolutamente necesario, y decidámoslo enseguida porque ahora me doy perfecta cuenta, porque ya no cambiaré y porque no podría vivir de otra manera, es absolutamente necesario que me case con Albertine.
En Sodoma y Gomorra Proust es no sólo el dueño de un poderoso mundo novelístico, sino de una prosa que alcanza aquí algunas de las cimas de su calidad. Y también -dejemos aquí la anécdota- la cima de la cantidad con la frase más larga de todo el ciclo: una frase de más de novecientas palabras desplegadas en la primera parte del libro cuando el narrador habla de los invertidos y la raza de los hombres-mujeres.
Una ardua prueba de esfuerzo para el lector, pero antes para el autor y después para el traductor, Mauro Armiño, que la supera con su brillantez acostumbrada.
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