17 octubre 2023

Una filosofía de la aventura




Cuando llegó a Londres en la primavera de 1790, después de cuatro meses errando por Europa, Alexander von Humboldt tenía veinte años. Como su amigo Georg Forster, quedó extasiado ante el espectáculo que ofrecía el Támesis: el río estaba lleno de barcos cargados de especias de las Indias orientales, de azúcar del Caribe, de té de China, de madera de Rusia... Aquella «selva de mástiles», como escribió en su diario, despertó en él el deseo de viajar a países lejanos, de irse, de alejarse de Prusia, aquel país frío y árido, y de su madre, una mujer opresiva que era incapaz de amar, y zambullirse por fin en lo desconocido.

Así comienza “El otro lugar que nos falta”, el primero de los nueve capítulos en que se organiza La vida fuera de uno mismo, el espléndido ensayo de Pietro Del Soldà que acaba de publicar Tusquets con traducción de Juan Manuel Salmerón Arjona.

Subtitulado Una filosofía de la aventura (la expresión es de Georg Simmel, uno de los referentes intelectuales de Del Soldà, junto con Jankélévitch), La vida fuera de uno mismo propone un recorrido por siglos de cultura, a través del arte, la literatura y la filosofía, para reivindicar la aventura como método de superación de los límites personales, como una experiencia contra la rutina y el conformismo para ir más allá de uno mismo y del ensimismamiento:

La monótona actividad del día a día nos impide imaginar otros lugares, nos lleva a enjaular lo extraordinario en lo ordinario, a refugiarnos en el presente y a encerrarnos en un cascarón individual muy duro, que construimos acumulando confusamente las muchas tareas que debemos desempeñar en el ámbito profesional y en la vida privada, los intereses materiales que ponemos siempre en primer lugar y todos los miedos que crecen junto con la incertidumbre que invade nuestra época. Un cascarón que nos protege, sí, pero que limita nuestro horizonte y aborta el deseo de conocer otros lugares.

Porque, explica Pietro Del Soldà, obsesionados por evaluar nuestras actuaciones en todos los ámbitos, atribuimos una importancia inadecuada a las expectativas que los demás tienen hacia nosotros, cuando “en su constante esfuerzo de autodefensa […] el Yo se enfrenta constantemente a las expectativas que se tienen sobre su conducta, que son para él las más importantes a la hora de determinar su bienestar. Hablo de las expectativas de la familia, de la escuela, del «grupo de pares», del mundo laboral, de los amigos y de la sociedad en general, que el Yo considera una especie de «tribunal permanente»; un tribunal que está siempre ahí (no se sabe por qué) juzgando su rendimiento en todos los terrenos, público y privado, profesional y sentimental, político y económico. A estas (presuntas) expectativas ajenas se suman las que el propio Yo, interiorizando el juicio de los demás, tiene con respecto a sí mismo.”

Y en consecuencia, añade, “en cada gesto que hacemos prevalece, casi siempre, una pregunta: ¿qué beneficios o perjuicios reportará a mi identidad personal? ¿Qué consecuencias tendrá en mi reputación, en mi aspecto físico, en mi salud, en mi currículo, en mi vida sentimental, en mi situación económica?”

Frente a la ansiedad de responder a las expectativas sociales, frente a las certezas de un mundo cerrado y concéntrico, Del Soldà defiende la experiencia de la aventura que rebasa los límites de la rutina cotidiana y las zonas de seguridad para salir al encuentro de un yo profundo y verdadero. Esa aventura, que supera la trampa de las expectativas y emergen como desafíos que exigen improvisación, puede adquirir formas muy diversas: desde un viaje a una obra de arte, desde un encuentro con el otro a una batalla, pasando por la lectura de una obra literaria:

Las aventuras son brechas que se abren en el mundo de las costumbres, pero no por eso debemos interpretarlas bajo el signo negativo de la pérdida: por esas brechas se filtra una luz inusual y distinta, sí, pero que percibimos como íntimamente nuestra.

En todo caso esta filosofía de la aventura es una propuesta contra la tiranía del yo, una experiencia de ruptura que rompe con el conformismo, un ejercicio de liberación del yugo del presente y la esclavitud de lo cotidiano. 

“Hay que salir.” Esa es la frase clave. Salir para encontrar la libertad fuera de nosotros frente a la monotonía de lo habitual. Salir como salieron los atenienses a combatir en defensa de su libertad contra los persas en la llanura de Maratón, la madre de todas las batallas, una mañana de agosto del 490 a.C.

“La respuesta es moverse”, escribe Del Solà. Lo supo el viajero Heródoto, que habló del poder de la libertad y del conocimiento, y cuya vida “consiste en salir siempre, en traspasar fronteras” en un viajar eterno, porque “conocer es ir a ver.”

Sartre, que se ensució las manos y pasó a la acción en la aventura de la política; Platón, que traspasó en Sicilia la frontera del pensamiento y quiso pasar de la teoría a la práctica y fracasó inevitablemente en su proyecto de unir el poder y el saber; Montaigne, que abominó del reino de la costumbre (“maestra violenta y traidora”) porque debilita los sentidos y violenta las leyes de la naturaleza; Humboldt, con sus viajes portentosos y su pasión por el descubrimiento del ancho mundo y la defensa de una ética de la naturaleza; Isabelle Eberhardt, la mujer valiente que amó el desierto o el Ulises sin retorno de Kazantzakis son ejemplos eminentes de esa vida fuera de sí que escapa del ensimismamiento y que frente a las fronteras defiende los horizontes a través de experiencias en el límite que suponen una ruptura de esquemas y el reencuentro con el yo más profundo y auténtico. El último párrafo del ensayo lo resume a la perfección: 

Y así el círculo homérico se rompe, el futuro incierto es la única patria posible del nuevo Ulises, que no aspira a la paz doméstica y aún menos al amenazante amor patrio que en ese mismo momento, mientras Kazantzakis escribe su gesta, está creciendo en Europa. Con los amigos, Ulises parte a la aventura sabiendo que, en la vida, no hay retorno. Y nos place pensar que, a bordo, junto con Capitán Caparazón, el Broncista y todos los demás, haya sitio y víveres suficientes para el viejo Heródoto, para Platón, que ya no va a Siracusa,, para Hugo Barine, para el buen Montaigne, al que ya no repugna lo “nuevo”, para Alexander von Humboldt, para Isabelle Eberhardt, para Kapuscinski, para Corto Maltés y para todos aquellos que estén convencidos de que su destino es la aventura.