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20 octubre 2023

Watt, de Samuel Beckett




El señor Hackett dobló la esquina y divisó, en la luz que agonizaba, a cierta distancia, su banco. Parecía estar ocupado. El banco, seguramente propiedad del municipio o de la ciudadanía en general, no era suyo, como es lógico, pero él lo consideraba suyo. Así era la actitud del señor Hackett hacia las cosas que le gustaban. Sabía que no eran suyas, pero él las consideraba suyas. Sabía que no eran suyas porque le gustaban.

Así comienza en la traducción de José Francisco Fernández Watt, la novela de Samuel Beckett (Dublín, 1906-París, 1989) que llega hoy a las librerías publicada por Cátedra Letras Universales.

Escrita en la primera mitad de los cuarenta y publicada en 1953, tras varios rechazos editoriales y con muchas erratas, Watt fue la última novela que Beckett escribió en inglés, antes de elegir el francés como el idioma de las creaciones que le darían mayor fama y prestigio: Molloy, Malone muere, El innombrable y, sobre todo, Esperando a Godot (estrenada a principios de 1953), en las que la perspectiva objetiva de la tercera persona se sustituye por la mirada subjetiva del yo. 

Difícil y experimental, cómica y filosófica, absurda e hipnótica, la novela está organizada en cuatro partes en las que Watt, su interrogativo y difuso protagonista, de dudosa cordura y condición vagabunda -como el posterior Molloy, como Vladimir y Estragón, los dos protagonistas de Esperando a Godot- estará dos años al servicio como criado -primero en la planta baja, ascendido luego al primer piso de la casa- del no menos enigmático señor Knott, inaccesible y excéntrico. Una experiencia que, como señala José Francisco Fernández en la magnífica introducción en que explora las claves de la obra, es “un viaje al fin de la razón, una experiencia regresiva en su desarrollo cognitivo en la que sus esquemas mentales se resquebrajan por completo.”

Muy poco, casi nada, sabemos de ambos personajes ni de lo que ocurre en esta novela con Irlanda al fondo que Beckett compuso aislado en el entorno rural de Vaucluse, donde se había refugiado huyendo de la Gestapo desde el París de la Resistencia.

Parece que la ansiedad de la larga huida provocó en Beckett una crisis mental cuyas secuelas traumáticas podrían reflejarse en este texto que no habla de la conmoción de la guerra, pero sí de sus consecuencias, porque es una burla de la lógica y de la razón cartesiana y prefigura y anuncia los temas de sus novelas posteriores: la búsqueda imposible del sentido en  sí mismo y en los demás, la incomunicación en un mundo quebrado e incomprensible, la marginalidad social, la extrañeza o la incertidumbre, la miseria corporal, la desorientación ante la lógica impenetrable de la realidad, la incontrolable provisionalidad del discurso narrativo, los límites del lenguaje y las fronteras frágiles entre lo racional y lo absurdo.

Humor negro y filosofía, nihilismo y pesimismo se entrelazan en un extraño cruce de miradas en esta novela narrada cronológicamente por un compañero de sanatorio (que se llama Sam, como el autor) al que Watt le había contado la historia aunque en otro orden: II, I, IV, III. Así lo explica el narrador al comienzo del capítulo IV:

Al igual que hizo Watt con el inicio de su historia, que no lo contó al principio, sino en segundo lugar, y lo mismo con la cuarta parte, que la contó el tercer lugar, así fue como Watt contó el final. Dos, uno, cuatro y tres, ese fue el orden en el que Watt contó su historia. El serventesio no se compone de manera muy distinta.

Escribir Watt fue la terapia diaria que Beckett practicó para olvidar la guerra y la ocupación nazi y para superar la experiencia traumática de aquellos meses. Su autor definió esta obra como un juego, aunque sus extravagancias estilísticas (frases invertidas y descoyuntadas, palabras pronunciadas al revés…) y sus incidentes disparatados o ridículos van más allá del mero divertimento: son la plasmación verbal de la condición enigmática de la realidad que obedece a unas leyes incomprensibles para la lógica compulsiva, reiterativa y ensimismada del grotesco Watt, que acaba en un manicomio o en un campo de concentración, no está claro. 

La novela transcurre sin trama argumental y en un mundo interior, mental y abstracto dotado con sus propias normas, con los personajes en busca de su imposible sentido y en medio de la incomunicación. La lengua fracturada se convierte aquí, como en sus obras posteriores en francés, en instrumento de exploración y en medio de conocimiento y descubrimiento, en método expresivo de una lógica combinatoria y especulativa entre idas y vueltas infructuosas por laberintos sin salida y zonas de nadie en un universo indescifrable. “El resultado -señala José Francisco Fernández en su introducción- es un texto en el que el narrador se equivoca, se corrige, se olvida o no duda en dejar huecos en blanco o interrogaciones para indicar lo que no sabe o aquello de lo que no se acuerda.”

Deliberadamente incompleta y abierta, aunque construida con un diseño simétrico muy meditado, la novela se cierra con un apéndice que remite al proceso de composición del manuscrito, a la prehistoria del libro y a las huellas textuales que dejan los episodios descartados o ampliados. 

“El lector tiene en sus manos -concluye el responsable de la edición-, posiblemente, la mejor novela imperfecta de la historia de la literatura contemporánea, una increíble y descacharrante aventura que cuenta con la proeza técnica de jugar con las posibilidades del lenguaje, extendiendo su potencial expresivo hasta extremos insospechados. Conocer en profundidad la verdad de las cosas, incluyendo esta novela plagada de excesos, quizá no sea posible, pero, como también comienza a intuir el protagonista al final del libro, dejarse llevar por el devenir de los acontecimientos, sin preocuparse demasiado por lo que significan, también tiene sus ventajas.”