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14 noviembre 2023

El Jarama en Cátedra Letras Hispánicas

 


«Describiré brevemente y por su orden estos ríos, empezando por Jarama: sus primeras fuentes se encuentran en el gneis de la vertiente Sur de Somosierra, entre el Cerro de la Cebollera y el de Excomunión. Corre tocando la Provincia de Madrid, por La Hiruela y por los molinos de Montejo de la Sierra y de Pradeña del Rincón. Entra luego en Guadalajara, atravesando pizarras silurianas, hasta el Convento que fue de Bonaval. Penetra por grandes estrechuras en la faja caliza del cretáceo —prolongación de la del Pontón de la Oliva, que se dirige por Tamajón a Congostrina hacia Sigüenza. Se une al Lozoya un poco más abajo del Pontón de la Oliva. Tuerce después al Sur y hace la vega de Torrelaguna, dejando Uceda a la izquierda, ochenta metros más alta, donde hay un puente de madera. Desde su unión con el Lozoya sirve de límite a las dos provincias. Se interna en la de Madrid, pocos kilómetros arriba del Espartal, ya en la faja de arenas diluviales del tiempo cuaternario, y sus aguas divagan por un cauce indeciso, sin dejar provecho a la agricultura. En Talamanca, tan sólo, se pudo hacer con ellas una acequia muy corta, para dar movimiento a un molino de dos piedras. Tiene un puente en el mismo Talamanca, hoy ya inútil, porque el río lo rehusó hace largos años y se abrió otro camino. De Talamanca a Paracuellos se pasa el río por diferentes barcas, hasta el Puente Viveros, por donde cruza la carretera de Aragón-Cataluña, en el kilómetro dieciséis desde Madrid...».

Esa cita, adaptada levemente por Rafael Sánchez Ferlosio con algunos ajustes prosódicos respecto del original, Descripción física y geográfica de la Provincia de Madrid (1864), de Casiano de Prado, abre El Jarama, que acaba de aparecer en Cátedra Letras Hispánicas con una magnífica edición crítica, precedida de un amplio estudio introductorio y minuciosamente anotada, que ha preparado Mario Crespo López.

Desde la sexta edición, de febrero de 1965, nueve años justos después de la primera edición, de febrero de 1956, Ferlosio añade una nota prologal para aclarar la procedencia de “la que yo también, sin sombra de reticencia ni modestia, coincido en considerar con mucho la mejor página de prosa de toda la novela.”

Esa nota aclaratoria que funciona como prólogo revela ya una escritura muy distinta de la que había conseguido el Premio Nadal 1955. El Ferlosio que la redacta ha orientado su prosa en una tendencia muy distinta, casi antagónica, de la concisa sencillez en la que se desarrolla estilísticamente El Jarama, que, junto con las casi simultáneas Los bravos, de Fernández Santos (con quien compartió amistad en la etílica “Universidad Libre de Gambrinus” y estudios de cinematografía en 1950) y El fulgor y la sangre o Con el viento solano, de Ignacio Aldecoa, había inaugurado una línea objetivista, una poética de tono menor que una década después daba las primeras señales de agotamiento, hasta el punto de que Sánchez Ferlosio acabaría renegando de esta que es paradójicamente su novela más leída y reeditada: “Lo tengo aborrecido […] porque no me gusta. No me gusta. El libro no me gusta”, solía decir cuando le preguntaban por El Jarama.

Era un objetivismo casi cinematográfico, emparentado muy directamente con el neorrealismo del cine italiano de los cincuenta (Milagro en Milán, Ladrón de bicicletas…), cuya influencia está presente en la novela desde su arranque narrativo:

-¿Me dejas que descorra la cortina?
Siempre estaba sentado de la misma manera: su espalda contra lo oscuro de la pared del fondo; su cara contra la puerta, hacia la luz. El mostrador corría a su izquierda, paralelo a su mirada. Colocaba la silla de lado, de modo que el respaldo de ésta le sostribase el brazo derecho, mientras ponía el izquierdo sobre el mostrador. Así que se encajaba como en una hornacina, parapetando su cuerpo por tres lados; y por el cuarto quería tener luz. Por el frente quería tener abierto el camino de la cara y no soportaba que la cortina le cortase la vista hacia afuera de la puerta.
-¿Me dejas que descorra la cortina?
El ventero asentía con la cabeza. Era un lienzo pesado, de tela de costales.

Como en el cine, al que remite técnicamente, y al igual que en Los bravos, aunque quizá más intensamente, la mirada y el oído, lo fotográfico y lo fonográfico, las descripciones visuales que eluden la interioridad de los personajes y se centran en la transcripción conductista de sus diálogos verosímiles y coloquiales, son las claves estilísticas y narrativas de El Jarama, escrita según figura en la precisa datación del final de la novela, entre el 10 de octubre de 1954 y el 20 de marzo de 1955.

Poco más de cinco meses para dar entidad literaria a dieciséis horas de un domingo de verano de los cincuenta en los alrededores de Madrid a través de diálogos que están construidos “como si se hubiese tomado en cinta magnetofónica aquellas conversaciones, todos los gritos, canciones, toda clase de ruidos etc., etc.”, según señalaba el informe aprobatorio de la censura. 

Diálogos como este, cuyo conductismo lingüístico es palpable:

Callaron. Aquel rectángulo de sol se había ensanchado levemente; daba el reflejo contra el techo. Zumbaban moscas en la ráfaga de polvo y de luz. Lucio cambiaba de postura, dijo:
-Hoy vendrá gente al río.
-Sí, más que el domingo pasado, si cabe. Con el calor que ha hecho esta semana...
-Hoy tiene que venir mucha gente, lo digo yo.
-Es en el campo, y no se para de calor, conque ¿qué no será en la Capital?
-De bote en bote se va a poner el río.
-Tienen que haber tenido lo menos treinta y treinta y cinco a la sombra, ayer y antes de ayer.
-Sí, hoy vendrán; hoy tiene que venir la mar de gente, a bañarse en el río.

Y tras ese diálogo, sin solución de continuidad, magníficas descripciones como la siguiente, de una plasticidad visual admirable:

Los almanaques enseñaban sus estridentes colores. El reverbero que venía del suelo, de la mancha de sol, se difundía por la sombra y la volvía brillante e iluminada, como la claridad de las cantinas. Refulgió en los estantes el vidrio vanidoso de las blancas botellas de cazalla y de anís, que ponían en exhibición sus cuadraditos, como piedras preciosas, sus cuerpos de tortugas transparentes. Macas, muescas, nudos, asperezas, huellas de vasos, se dibujaban en el fregado y refregado mostrador de madera. Mauricio se entretenía en arrancar una amarilla hebra de estropajo, que había quedado prendida en uno de los clavos. En las rendijas entre tabla y tabla había jabón y mugre. Las vetas más resistentes al desgaste sobresalían de la madera, cuya superficie ondulada se quedaba grabada en los antebrazos de Mauricio. Luego él se divertía mirándose el dibujo y se rascaba con fruición sobre la piel enrojecida. Lucio se andaba en la nariz. Veía, en el cuadro de la puerta, tierra tostada y olivar, y las casas del pueblo a un kilómetro; la ruina sobresaliente de la fábrica vieja. Y al otro lado, las tierras onduladas hasta el mismo horizonte, velado de una franja sucia y baja, como de bruma, o polvo y tamo de las eras. De ahí para arriba, el cielo liso, impávido, como un acero de coraza, sin una sola perturbación.

En su espléndida introducción Mario Crespo aborda la dimensión de la figura intelectual del Ferlosio narrador y ensayista y la transcendencia e influencia de una novela como El Jarama, que fijó un patrón narrativo canónico por el que discurrió parte de la novela española de la década 1955-1965. 

Ese estudio introductorio, de casi doscientas páginas, es un completo recorrido por la vida, el carácter y la obra narrativa de Ferlosio, desde Alfanhuí a El testimonio de Yarfoz, por su huida de “la amenazadora sombra del grotesco papelón del literato”, por su implacable exigencia consigo mismo y su radical retirada pública de la literatura para recluirse “en la gramática y en la anfetamina” y dedicarse entre 1957 y 1972 a lo que él mismo denominó ‘Altos Estudios Eclesiásticos’: el estudio de la teoría del lenguaje y la fenomenología de la creación artística; el furor grafómano, la práctica de la amplitud sintáctica de la hipotaxis y la composición de ensayos como Las semanas del jardín.

Un completo recorrido, decíamos, que explora las ideas de Ferlosio sobre la narración en sus tres novelas, la reacción de la crítica ante El Jarama, el proceso de redacción de la novela, meticulosamente elaborada y reelaborada, reescrita y recompuesta con voluntad perfeccionista, la importancia del río como protagonista animado, como personificación del tiempo que pasa y como eje simbólico de la narración, el tratamiento del tiempo, el tema y la trama, la dualidad espacial de la acción, que oscila entre la venta y las orillas del río, la estructura en cincuenta y siete secuencias temporalmente superpuestas o yuxtapuestas y los personajes jóvenes de la clase baja madrileña, la muerte de Lucita y por la aportación de la obra como documento lingüístico y como radiografía del habla de Madrid, la materia sobre la que teje el entramado de El Jarama. “Todo estaba -reconoció Ferlosio en ‘La forja de un plumífero’-, al servicio del habla, aunque algunos han querido ver una “novela social”, incluso llena de dobles intenciones antifranquistas.” Porque, como él mismo señaló en su “Autocrítica implacable acerca del Alfanhuí”, inédita hasta 2020, había pasado de “la bella prosa” al habla en un proceso evolutivo que acabaría desembocando en la lengua en su última etapa.

Y siendo este estudio prologal muy importante, hasta el punto de convertir esta edición de El Jarama en la mejor con mucha diferencia, lo fundamental es que invita a una nueva lectura de una novela a menudo malinterpretada o minusvalorada -para empezar, por el propio Ferlosio, que la calificaba como un fracaso-, que contiene pasajes como este:

El guardia joven se puso en movimiento para secundarle.
-Circulen, circulen, andando...
Los encaminaba, tocando a algunos en el hombro.
-Bueno, si ya me voy. No es necesario que me toque.
-Pues hala, aligerar.
Era ya poca la gente; no pasarían de cuarenta los que ahora, por último, se retiraban hacia lo oscuro de los árboles. Nueve personas -o sea los dos guardias, el grupo de los cuatro nadadores, y Tito, Paulina y Sebastián- se quedaban en la orilla, junto al cuerpo de Luci, bajo la luz directa de los merenderos que llegaba hasta sus figuras, atravesando un corto trecho de agua iluminada. Los cuerpos semidesnudos, mojados todavía, se perfilaban de blanco por el costado donde la luz los alcanzaba, y eran negros por el otro costado. Se veían ya sólo seis o siete siluetas de pie en el malecón. El guardia viejo miró a los cuerpos de Tito y Sebastián; luego dijo:
-Bueno, escuchen: que se destaque uno de cada grupo, al objeto de recoger su ropa y la de sus compañeros, con el fin de que puedan vestirse todos ustedes.