Páginas

28 noviembre 2023

Jardín peregrino de Valle-Inclán

 



 La primavera, en la campaña romana, es siempre friolenta, con extremadas lluvias ventosas, y no fue excepción aquella de 1868. Una diligencia con largo tiro de jamelgos bamboleaba por el camino de Viterbo a Roma. Tres viajeros ocupaban la berlina. Dos señoras de estrafalario tocado, católicas irlandesas, y un buen mozo que dormita envuelto en amplio jaique de zuavo. El cochero fustigaba el tiro, jurando por el Olimpo y el Cielo Cristiano. A lo lejos, entre los pliegues del aguacero, en la tarde agonizante, insinuaba su curva mole la cúpula del Vaticano.

Así comienza Un bastardo de Narizotas, uno de los relatos menos conocidos de Valle-Inclán que se recogen en el volumen Jardín peregrino, que publica Drácena.

Relatos dispersos y extraviados es el subtítulo de esta recopilación de cuentos y novelas breves que pretende subsanar las lagunas de ediciones de la obra completa de Valle como la de la Fundación Castro, en cuyos tres tomos no figuran algunos de los textos integrados en esta edición, que recorre casi medio siglo de narrativa breve de uno de los clásicos imprescindibles de la prosa en español. Tal vez el más importante junto con Cervantes.

La abre un prólogo en el que Davide Mombelli evoca la figura de Valle a través de la imagen que nos han transmitido Gómez de la Serna y Juan Ramón Jiménez y explora el contenido y las formas de estas narraciones que abarcan casi cincuenta años de una escritura exigente en constante evolución y desarrollo.

Organizada cronológicamente en tres apartados, el inicial ‘Primeros cuentos’ recoge tres cuentos publicados entre 1888 y 1892: Babel, El mendigo y El gran obstáculo, a los que se añade Un bautizo, que apareció en 1906 en El liberal y que sería el punto de partida de Águila de blasón, una de las Comedias bárbaras. Están ya en germen en esos relatos primerizos algunos de los temas, los personajes y los espacios que Valle desarrollaría en su obra posterior.

El bloque central, ‘Jardín novelesco’, es una colección de ocho cuentos extraídos de los que se publicaron en el libro homónimo, subtitulado Historias de santos, de almas en pena, de duendes y ladrones. Jardín novelesco tuvo dos ediciones: una en 1905, con quince cuentos y otra, ampliada con cuatro cuentos más, en 1908. Los ocho cuentos incorporados a este Jardín peregrino son precisamente los que Valle descartó en la selección posterior de su narrativa breve titulada Jardín umbrío, que apareció en 1920.

Pero sin duda la parte fundamental, la más brillante y admirable de este volumen, es la de su tercer apartado, ‘Narraciones históricas breves’, que ocupa dos terceras partes de las trescientas páginas del libro. Se recogen ahí cinco novelas cortas: Una tertulia de antaño (1909), Fin de un revolucionario (1928), Un bastardo de Narizotas (1929), Otra castiza de Samaria (1929) y El trueno dorado (1936). 

De esos cinco relatos, el primero -Una tertulia de antaño-, con Bradomín en la primera línea, pertenece al ciclo estético de las Sonatas y La guerra carlista, de la que formaba parte en un primer proyecto, aunque marca ya la transición hacia el esperpento. De hecho, se integraría parcialmente en La corte de los milagros, la novela que abre el ciclo de El ruedo ibérico, con el que las otras cuatro novelas cortas de este volumen tienen una relación genética muy estrecha: la primera parte de Fin de un revolucionario se integró en Viva mi dueño, la segunda novela de El ruedo ibérico. Un bastardo de Narizotas, ambientada en Roma, donde Valle proyectaba situar una de las novelas de la serie, es el desarrollo de un episodio del libro octavo (Capítulo de esponsales) de Viva mi dueño. Otra castiza de Samaria fue la versión inicial del tercer capítulo (Alta mar) de Vísperas setembrinas, primera y única parte de la inacabada Baza de espadas. Y, finalmente, la también inconclusa El trueno dorado desarrolla un episodio de La corte de los milagros.

Estas cuatro novelas cortas comparten además con la serie de El ruedo ibérico una misma estética esperpéntica, la estructura episódica, la visión cenital (“visión astral” la llamaba Valle) y la mirada alta, simultánea y fragmentaria sobre la realidad que emparenta al creador del esperpento con el vanguardismo. Su polifonía coral y la sucesión de sus voces componen un mosaico de diálogos rápidos como el de esta secuencia de Un bastardo de Narizotas:

La Señorita Julia cuchicheaba irresoluta. El Príncipe destacose de la puerta, alcanzó la bujía y la levantó, alumbrándose la figura, suspensa de un hombro la capa plebeya.
—No soy una sombra. Señorita, si usted desea convencerse, puede tocarme y palparme.
Interrogó el carbonario:
—¿Qué traes?
—¡Un gran proyecto!
—¡Estoy muy vigilado!
—¡No importa!
—¿Has estado en España?
—De allí vengo.
—¿Sigues en las pretensiones de ser reconocido por nieto de Narizotas?
—¡Todo lo llevo en ese naipe!
—¿Y qué has sacado?
—¡Hasta ahora, nada!

Desde Babel, el primer cuento que publicó, hasta la novela corta póstuma El trueno dorado, se refleja en estas narraciones la evolución estilística de Valle desde el decadentismo esteticista hasta el expresionismo, desde el modernismo hasta el esperpentismo, desde la demorada descripción y la adjetivación sensorial hasta la espectacular polifonía de los últimos diálogos, desde los jardines y la naturaleza abierta hasta los espacios cerrados de las tabernas populares, los cafés cantantes y los salones aristocráticos, desde el misterio y el terror de los relatos finiseculares a la ácida crítica política de los textos del ciclo esperpéntico.

“Estos relatos «dispersos» y «peregrinos» -concluye Davide Mombelli-, relacionados con los ciclos mayores pero que no han llegado a establecerse en el canon de la complicada tradición textual de la literatura de Valle, representan, a través de temas, escenarios y personajes, el fantasmagórico y fascinante mundo narrativo de uno de los más renovadores prosistas de la literatura hispánica contemporánea.”

Sobre todo en su tercera parte, este Jardín peregrino reúne muestras imprescindibles de la prosa de Valle-Inclán, una de las cimas de la lengua española de cualquier época. Estas dos viñetas de Vísperas de Alcolea, segunda parte de Fin de un revolucionario, son una muestra de su escritura portentosa:

I 
–¡Viva la Soberanía Nacional!
Por toda la redondez del Ruedo Ibérico, populares bocanadas de morapio y aguardiente jaleaban el grito de las tropas de mar y tierra, sublevadas en Cádiz.
—¡Viva! ¡Viva!

II
Sobre el Puente de Alcolea, avistábanse los batallones de la revolución y los fieles de la Reina. Cornetas y clarines trastornaban el ritmo de las claras y anchas villas ribereñas. —Soñarrera pueblerina, dejos andaluces y lentos, curias y usuras, vivir holgazán de ricos, miseria al sol del jornalero, gazpacho de mendrugos, naranjas con aceite, cales, rejas, geranios sardineros—. Entraban y salían tropas batiendo marcha. Redobles y bayonetas apostillaban el pregón de los bandos militares:
—¡Racataplán!

O estas dos secuencias, con las que arranca El trueno dorado:

I
La Taurina, de Pepe Garabato, fue famosa en los tiempos isabelinos. Era un colmado de estilo andaluz, donde nunca faltaban niñas, guitarra y cante. Aquella noche reunía a lo más florido del trueno madrileño. El Barón de Bonifaz, Gonzalón Torre-Mellada, Perico el Maño y otros perdis llegaban en tropel, después de un escándalo en Los Bufos. Venían huyendo de los guardias, y con alborozada rechifla, estrujándose por la escalera, se acogieron a un reservado de cortinillas verdes. Batiendo palmas pidieron manzanilla a un chaval con jubón y mandil. Entraron dos niñas ceceosas, y a la cola, con la guitarra al brazo, Paco el Feo.

II
Comenzó la juerga. Las niñas batían palmas con estruendo, y el chaval entraba y salía toreando los repelones de Luisa la Malagueña. La daifa, harta de aquel juego saltó sobre la mesa y, haciendo cachizas, comenzó a cimbrearse con un taconeo:
—¡Olé!
Se recogía la falda, enseñando el lazo de las ligas. Era menuda y morocha, el pelo endrino, la lengua de tarabilla y una falsa truculencia, un arrebato sin objeto, en palabras y acciones. Se hacía la loca con una absurda obstinación completamente inconsciente. En aquel alarde de risas, timos manolos y frases toreras advertíase la amanerada repetición de un tema. La otra daifa, fea y fondona, con chuscadas de ley y mirar de fuego, había bailado en tablados andaluces, antes de venir a Madrid, con Frasquito el Ceña, puntillero en la cuadrilla de Cayetano. Asomó cauteloso el Pollo de los Brillantes. Esparcía una ráfaga de cosmético que a las daifas del trato seducía casi al igual que las luces de anillos, cadenas y mancuernas. Susurró en la oreja de Adolfito:
—¡Estate alerta! A Paquiro le han echado el guante los guindas y vendrán a buscaros. Ahora quedan en el Suizo.
Interrogó Bonifaz en el mismo tono:
—Paquiro ¿se ha berreado?
—No se habrá berreado más que a medias, pues ha metido el trapo a los guindas, llevándolos al Suizo.
Adolfito vació una caña.
—¡Bueno! Aquí los espero.
—¿Crees que no vengan?
—¡Y si vienen!…
Acabó la frase con un gesto de valentón. Luisa la Malagueña se tiró sobre la mesa, sollozando con mucho hipo. Saltó la otra paloma:
—¡Ya le ha entrado la tarántula!
Gritó Adolfito Bonifaz:
—Luisa, deja la pelma o sales por la ventana a tomar el aire.
Los amigos sujetaban a la daifa, que, arañada la greña y suspirando, miraba al chaval de jubón y “mandil andar a gatas recogiendo la cachiza de cristales. La Malagueña se envolvía una mano cortada en el pañuelo perfumado de Don Joselito. Entró Garabato con gesto misterioso:
—Caballeros, abajo están los guindas; van a subir. No quiero compromisos en mi casa. Si andan ustedes vivos, creo que pueden pulirse por la calle de la Gorguera.