Ese complejo y fascinante poliedro, una obra maestra de la reflexión, la refracción y la perspectiva, lo utilicé como motivo de portada para Un canto straniero, la antología bilingüe de mi poesía que apareció en Italia hace unos años editada por Marcela Filippi.
La imagen es un detalle de un cuadro de Jacopo de Barbari, fechado en 1495, en el que se representa al fraile Luca Pacioli, autor del tratado De divina proportione (1509), que ilustró su amigo Leonardo da Vinci.
Esta fue la primera representación del rombicuboctaedro, un poliedro de 26 caras, 24 vértices y 48 aristas, construido sobre un modelo de vidrio por Pacioli, que desarrolló notablemente la ciencia de la geometría poliédrica en el Renacimiento italiano, probablemente tomando materiales prestados de otros autores.
De la dimensión estética de la geometría, los poliedros y las figuras tetradimensionales, alguna tan parecida a ésta como el tetraicosaedroide, trata el ensayo La ornamentación proyectiva que publicó en 1915 el arquitecto y diseñador Claude Bragdon, que defiende en sus páginas que “la geometría y los números se encuentran en la raíz de todos los tipos de belleza formal” y que “la geometría es un pozo inagotable de belleza formal.”
Esa es la última de las tres partes en las que se articula De Planilandia a la cuarta dimensión, el volumen que publica Atalanta con edición de Jacobo Siruela.
Lo abre, con traducción de Amelia Pérez de Villar, la novela satírica Planilandia, que Edwin A. Abbott escribió en 1884. Una novela alegórica sobre un mundo bidimensional limitado a la línea y el plano, las dos primeras dimensiones. Un mundo plano en el que las mujeres son líneas rectas (“una aguja”, “una punta”) que se hacen fácilmente invisibles; los soldados y los obreros, triángulos isósceles de base muy corta (triángulos muy puntiagudos y “populacho acutángulo” respectivamente); las personas de clase media, triángulos equiláteros; los profesionales y los caballeros, cuadrados o pentágonos; y los nobles, hexágonos o polígonos de muchos lados.
En ese mundo en el que la perspectiva se reduce a una línea simple que hace el mundo aburrido y lo priva de dimensión estética, el narrador protagonista es incapaz de entender una esfera, que pertenece a la tercera dimensión, a nuestro mundo tridimensional, inconcebible para él: el del espacio y la geometría espacial en la que se pasa del cuadrado al cubo, del círculo a la esfera.
“Se trata -señala el editor- de una manera tan conmovedora como eficaz de hacernos sentir por analogía las penosas dificultades que debían superar muchos lectores victorianos para ascender intelectualmente a una dimensión superior a su cotidiana realidad material.
Pero ¿qué es una dimensión superior? Inicialmente, no es fácil de asumir. En su expresión más elemental, una dimensión es simplemente una dirección en el espacio: arriba, abajo, izquierda y derecha en el mundo tridimensional, tal como lo perciben nuestros sentidos. De ahí que la cuarta dimensión tenga que ser invisible, metafísica: una misteriosa realidad paralela que se proyecta simultáneamente en todas las direcciones del espacio, lo cual es inconcebible. Las antiguas mitologías poblaron este enigmático ámbito imaginario con toda clase de dioses y seres fabulosos; los matemáticos, en cambio, lo han venido desarrollando a través de un sinfín de fórmulas precisas.
Pero, como Abbott había observado, toda criatura aprisionada en el mundo de los sentidos suele otorgar demasiada importancia al mundo exterior de todos los días, sin prestar atención a las extraordinarias magnitudes infinitas del universo. Planilandia fue su tentativa literaria, por medio de metáforas matemáticas y geométricas, de ampliar la mentalidad de sus coetáneos, tan convencionalmente enfrascados en sus estrechos límites ideológicos, y abrirles los ojos a nuevas posibilidades de existencia más acordes con la creciente mentalidad científica racional de su tiempo.”
La parte central recoge la teoría que Charles Howard Hinton (1853-1907) expuso en La cuarta dimensión (1904). Esa propuesta de una nueva dimensión, la cuarta, -explica el editor- “constituía una gran metáfora metafísica, expresada por primera vez en un lenguaje preciso en el ensayo de Hinton.”
Así comienza el primer capítulo -‘El espacio cuatridimensional’- de su tratado:
No existe nada más indefinido, y al mismo tiempo más real, que aquello a lo que hacemos referencia cuando hablamos de lo «superior». En nuestra vida social se hace evidente en una mayor complejidad de las relaciones. Pero esta complejidad no lo es todo. Existe, al mismo tiempo, un contacto, una percepción de algo más fundamental, más real.
El mayor desarrollo del ser humano trae consigo una consciencia de algo más que todas las formas en las que se manifiesta.
[…]
Ahora bien, ¿cómo aprehender este algo superior? En general lo abrazan nuestras facultades religiosas, nuestra tendencia idealista. Pero la existencia superior tiene dos caras. Tiene un ser además de unas cualidades. Y al intentar reconocerla a través de nuestras emociones, siempre adoptamos el punto de vista subjetivo. Nuestra atención se centra en lo que sentimos, en lo que pensamos. ¿Hay alguna forma de aprehender lo superior mediante el método puramente objetivo de la ciencia natural? Creo que sí.
Y para desarrollar su teoría construyó el modelo visual de un cuerpo geométrico tetradimensional muy parecido al de Pacioli: el teseracto, un hipercubo con 24 caras, 16 vértices y 32 aristas.
De la construcción del teseracto, el tetraicosaedroide y otras representaciones de lo superior en lo inferior habla Claude Bragdon en el ensayo que cierra el libro, el ya citado La ornamentación proyectiva, donde reivindica la necesidad de un nuevo lenguaje de la forma y analiza la riqueza decorativa de las líneas mágicas de los cuadrados mágicos y los métodos de elaboración de esos “acrósticos numéricos”, como el que aparece en un lugar destacado en el primer grabado que Durero dedicó a la Melancolía.
En la ‘Conclusión’ de este sugestivo tratado repleto de ilustraciones escribe Bragdon:
La nueva belleza, que corresponde a un nuevo conocimiento, es la belleza de los principios: no el aspecto del mundo, sino el orden del mundo. El orden del mundo se encarna en las matemáticas mejor que en ninguna otra disciplina. Este hecho es algo que los científicos, que solicitan cada vez más la ayuda de las matemáticas, reconocen de una manera práctica. También los artistas deberían reconocerlo; también ellos deberían solicitar la ayuda de las matemáticas.