“La verdadera práctica poética implica una mente tan milagrosamente en consonancia e iluminada que puede transformar palabras, a través de una sarta de algo más que coincidencias, en algo con vida propia -un poema que anda por sí solo (durante siglos después de la muerte del autor, tal vez) afectando a los lectores con su magia almacenada. Ya que la fuente del poder creativo en la poesía no es la inteligencia científica, sino la inspiración -no importa de qué manera se explique científicamente-, ¿por qué no atribuir la inspiración a la diosa Luna, la denominación más antigua y conveniente en Europa para la fuente en cuestión? En la tradición antigua la Diosa Blanca se unifica con su representante humana -una sacerdotisa, una profetisa, una reina madre”, escribe Robert Graves en La Diosa Blanca
Alianza Editorial publica en formato de bolsillo la edición ampliada y corregida de este monumento literario, uno de los libros imprescindibles del siglo XX, a la altura de los estudios de antropología cultural de Campbell o de La rama dorada de Frazer.
Lo escribió memorablemente Robert Graves, que por encima de cualquier otra cosa fue poeta:
Desde que tenía quince años la poesía ha sido mi pasión dominante, y nunca he emprendido intencionadamente tarea alguna ni establecido ninguna relación que pareciera inconsistente con los principios poéticos, lo que a veces me ha valido la reputación de excéntrico.
Esta edición, preparada por Grevel Lindop, es la versión definitiva de La Diosa Blanca. Subtitulado ‘Una gramática histórica del mito poético’, es un clásico monumental en el que Graves indaga en la esencia de la poesía como forma de conocimiento asociado a la cultura matriarcal simbolizada en la diosa lunar de las mil caras -Deméter, Hécate, Perséfone-, la Triple Musa que es fuente de inspiración, de creación y de destrucción:
«¿Cuál es la utilidad o la función de la poesía en la actualidad?» es una pregunta no menos dolorosa aunque la hagan con insolencia tanta gente estúpida o la respondan con disculpas tanta gente necia. La función de la poesía es la invocación religiosa de la Musa; su utilidad es la experiencia de una mezcla de exaltación y de horror que su presencia suscita.
Con una mezcla de erudición, poesía y mitología, Graves habla en La Diosa Blanca de la creación poética y de la inspiración, de la irracionalidad en la poesía, de los mitos y los ritos asociados a la diosa lunar desalojada en el siglo V a. C. por la cultura patriarcal que impusieron el racionalismo y el culto a Apolo, el pensamiento lógico y el raciocinio filosófico que articula la cultura occidental desde Sócrates, Platón y Aristóteles: “Mi tesis -afirma Graves- es que el lenguaje del mito poético, en uso en el Mediterráneo y la Europa septentrional en la antigüedad, era un lenguaje mágico vinculado a ceremonias religiosas populares en honor de la diosa Luna, o Musa, algunas de las cuales datan de la época paleolítica, y que éste sigue siendo el lenguaje de la verdadera poesía.”
Ese lenguaje, añade, “fue manipulado al final del período minoico cuando invasores procedentes de Asia Central comenzaron a sustituir las instituciones matrilineales por las patrilineales y remodelaron o falsificaron los mitos para justificar los cambios sociales. Luego vinieron los primeros filósofos griegos, que se oponían firmemente a la poesía mágica porque amenazaba a su nueva religión de la lógica, y bajo su influencia se elaboró un lenguaje poético racional (ahora llamado “clásico”) en honor de su patrono Apolo, y se impuso en todo el mundo como la última palabra sobre la iluminación espiritual, opinión que prácticamente ha predominado desde entonces en las escuelas y universidades europeas, donde ahora se estudian los mitos solamente como reliquias pintorescas de la era infantil de la humanidad.”
Quien entra en este libro penetra en un bosque espeso y encantado por el que sobrevuelan las grullas de Palamedes que originan el alfabeto de los árboles; un bosque en cuyo soto hay un corzo. Y El corzo en el soto fue el título inicial de este libro que fue creciendo y ahondándose hasta acabar siendo La Diosa Blanca, como explica Graves en la ‘Posdata de 1960’, donde evoca el proceso de composición del libro, que tuvo una primera edición en 1948, aunque siguió creciendo y desarrollándose hasta alcanzar su forma definitiva en 1960.
Poetas y juglares, La Batalla de los Árboles, Una visita al Castillo Espiral, Hércules en el loto, El alfabeto de los árboles, La Canción de Amergin, Palamedes y las grullas, El Corzo en el soto, Los Siete Pilares, El sagrado e innombrable Nombre de Dios, El número de la bestia, Una conversación en Pafos, 43 d. de C., Las aguas del Estigia, La Triple Musa, Bestias fabulosas, El Tema poético único, La guerra en el Cielo o El retorno de la Diosa son algunos de los sugerentes títulos de los capítulos de La Diosa Blanca, un libro que, como decía Graves en una carta a su amiga Patricia Cunningham, “trata de cómo piensan los poetas”, reivindica el pensamiento poético de la imaginación, la inspiración, la musa triple y el mito y desarrolla un tema único: la presencia en la literatura de esa diosa blanca que aparece repetidamente en el Shakespeare de las hadas del Sueño de una noche de verano, en las tres brujas-Hécates de Macbeth, en la Cleopatra de Antonio y Cleopatra o en la maligna Sycorax de La tempestad.
Así la describe Graves en esta versión definitiva de su libro:
La Diosa es una mujer bella y esbelta con nariz aguileña, rostro pálido como la muerte, labios rojos como bayas de serbal silvestre, ojos pasmosamente azules y larga cabellera rubia; se transformará súbitamente en cerda, yegua, perra, zorra, burra, comadreja, serpiente, lechuza, loba, tigresa, sirena o vieja repugnante. Sus nombres y títulos son innumerables. En los relatos de fantasmas aparece con frecuencia con el nombre de la «Dama Blanca», y en las antiguas religiones, desde las Islas Británicas hasta el Cáucaso, como la «Diosa Blanca». No recuerdo ningún verdadero poeta, desde Homero en adelante, que, independientemente, no haya dejado constancia de su experiencia de ella. Se podría decir que la prueba de la visión de un poeta es la exactitud de su descripción de la Diosa Blanca y de la isla sobre la que gobierna. La razón por la cual los pelos se erizan, los ojos se humedecen, la garganta se contrae, la piel hormiguea y un escalofrío recorre la espina dorsal cuando se escribe o se lee un verdadero poema es porque un verdadero poema es por necesidad una invocación a la Diosa Blanca, o Musa, la Madre de Todo Viviente, el antiguo poder del terror y la lujuria -la araña hembra o la abeja reina cuyo abrazo significa la muerte.
Traducida por su hijo William Graves, La Diosa Blanca es -como señala en su espléndida introducción Grevel Lindop- “uno de los libros más extraordinarios del siglo XX” y una exploración monumental en la raíz de la poesía.
De esa monumentalidad, complementaria de La rama dorada de Frazer, puede dar idea el impresionante índice analítico, onomástico y temático que cierra el volumen con más de cien páginas que recogen centenares de referencias a temas y personajes vinculados al mito de la Diosa Blanca.
“Ciertamente, nadie puede entender a Graves, o su poesía -escribe Grevel Lindop-, sin leer La Diosa Blanca. Resulta tentador aventurarse más y sugerir que nadie que por lo menos no haya considerado sus argumentos puede comprender plenamente el mundo moderno.”
Un ensayo que acaba inundándose de un potente lenguaje poético, lo que explica esta advertencia inicial de Graves: “es justo advertir a los lectores de que éste sigue siendo un libro muy difícil, así como muy extraño, y que deben evitarlo quienes posean una mente distraída, cansada o rígidamente científica.”