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18 noviembre 2023

La guerra del fin del mundo



El hombre era alto y tan flaco que parecía siempre de perfil. Su piel era oscura, sus huesos prominentes y sus ojos ardían con fuego perpetuo. Calzaba sandalias de pastor y la túnica morada que le caía sobre el cuerpo recordaba el hábito de esos misioneros que, de cuando en cuando, visitaban los pueblos del sertón bautizando muchedumbres de niños y casando a las parejas amancebadas. Era imposible saber su edad, su procedencia, su historia, pero algo había en su facha tranquila, en sus costumbres frugales, en su imperturbable seriedad que, aun antes de que diera consejos, atraía a las gentes.
Aparecía de improviso, al principio solo, siempre a pie, cubierto por el polvo del camino, cada cierto número de semanas, de meses. Su larga silueta se recortaba en la luz crepuscular o naciente, mientras cruzaba la única calle del poblado, a grandes trancos, con una especie de urgencia. Avanzaba resueltamente entre cabras que campanilleaban, entre perros y niños que le abrían paso y lo miraban con curiosidad, sin responder a los saludos de las mujeres que ya lo conocían y le hacían venias y se apresuraban a traerle jarras de leche de cabra y platos de farinha y frejol. Pero él no comía ni bebía antes de llegar hasta la iglesia del pueblo y comprobar, una vez más, una y cien veces, que estaba rota, despintada, con sus torres truncas y sus paredes agujereadas y sus suelos levantados y sus altares roídos por los gusanos. Se le entristecía la cara con un dolor de retirante al que la sequía ha matado hijos y animales y privado de bienes y debe abandonar su casa, los huesos de sus muertos, para huir, huir, sin saber adónde. A veces lloraba y en el llanto el fuego negro de sus ojos recrudecía con destellos terribles. Inmediatamente se ponía a rezar. Pero no como rezan los demás hombres o las mujeres: él se tendía de bruces en la tierra o las piedras o las lozas desportilladas, frente a donde estaba o había estado o debería estar el altar, y allí oraba, a veces en silencio, a veces en voz alta, una, dos horas, observado con respeto y admiración por los vecinos. Rezaba el Credo, el Padrenuestro y los Avemarías consabidos, y también otros rezos que nadie había escuchado antes pero que, a lo largo de los días, de los meses, de los años, las gentes irían memorizando. ¿Dónde está el párroco?, le oían preguntar, ¿por qué no hay aquí un pastor para el rebaño? Pues, que en las aldeas no hubiera un sacerdote, lo apenaba tanto como la ruina de las moradas del Señor.

Con esa magistral descripción del Conselheiro comienza La guerra del fin del mundo, la monumental novela de Mario Vargas Llosa ambientada en Canudos, en el Estado de Bahía, noreste de Brasil, que acaba de reeditar Alfaguara.

Después de una etapa de novelas menores (Pantaleón y las visitadoras o La tía Julia y el escribidor), que contrastaban con las excelentes La ciudad y los perros o Conversación en la Catedral, Vargas Llosa publica en 1981 La guerra del fin del mundo, cuando ya se ha operado en él un cambio ideológico que le ha llevado en la década anterior desde la decepción con el socialismo castrista hasta el liberalismo.

Y eso está en el fondo de la novela: el relato de una locura colectiva, de una  “historia estúpida, incomprensible, de gentes obstinadas, ciegas, de fanatismos encontrados” y una denuncia del fanatismo ideológico, del dogmatismo religioso y de la utopía política, del caudillismo enloquecido y del mesianismo de los iluminados a través de una obra que más allá de su adscripción a la novela histórica es también una iluminación interpretativa del presente: del de 1981 y del de ahora mismo.

Es su novela más ambiciosa, la de más largo aliento, la obra en la que Vargas Llosa desarrolló su mayor potencia creativa. Apoyada sólidamente en una documentación ingente y rigurosa y especialmente en Os Sertôes (1902), una novela  de Euclides da Cunha, a quien está dedicada, La guerra del fin del mundo tiene su origen en un proyecto frustrado de guión para una película sobre la revolución y guerra de Canudos tras la insurrección de una tropa de bandoleros, desheredados de la fortuna y miserables campesinos: los yagunzos, insurrectos tradicionalistas acaudillados por el mesiánico milenarista Antonio Conselheiro y enfrentados al ejército republicano brasileño a finales del XIX. Así lo explica Vargas Llosa en el prólogo:

No hubiera escrito esta novela sin Euclides da Cunha, cuyo libro Os Sertoes me reveló en 1972 la guerra de Canudos, a un personaje trágico y a uno de los mayores narradores latinoamericanos. Del guión cinematográfico que fue su embrión (y que nunca se filmó) hasta que, ocho años más tarde, terminé de escribirla, esta novela me hizo vivir una de las aventuras literarias más ricas y exaltantes, en bibliotecas de Londres y Washington, en polvorientos archivos de Río de Janeiro y Salvador, y en candentes recorridos por los sertones de Bahía y de Sergipe. Acompañado de mi amigo Renato Ferraz, peregriné por todas las aldeas donde según la leyenda el Consejero predicó, y en ellas oí a los vecinos discutir con ardor sobre Canudos, como si los cañones tronaran todavía sobre el reducto rebelde y el apocalipsis pudiera sobrevenir en cualquier momento en esos desiertos erupcionados de árboles sin hojas, llenos de espinas. Los zorros salían a nuestro encuentro en las veredas y nos dábamos también por los caminos con encuerados, santones y cómicos de la legua que recitaban romances medievales.

La intensidad del desarrollo argumental, que conduce al dramatismo de la violencia desatada por las quimeras utópicas enfrentadas entre iluminados y libertarios en el desenlace de La guerra del fin del mundo, la dosifica un narrador omnisciente y distante y la soporta un entramado de numerosos personajes, históricos o ficticios, protagonistas de un árbol de historias: 

-¿Se da cuenta? -dijo el periodista miope, respirando como si acabara de realizar un esfuerzo enorme-. Canudos no es una historia, sino un árbol de historias.

De entre ellos sobresalen, magistralmente individualizados en psicología y comportamiento a lo largo de la obra, el apocalíptico Consejero; su acólito Antonio el Beatito; el jacobino coronel Moreira César; el terrateniente Barón de Cañabrava, jefe monárquico; el fanático republicano Epaminondas Gonçalves, director del Jornal de Notícias de Bahía; el sanguinario yagunzo João Satán; el desorientado Galileo Gall, intelectual escocés y anarquista; el bandido mestizo cara cortada Pajeú, fervoroso seguidor del Consejero, o el periodista miope que es un trasunto de Euclides da Cunha, que hizo las crónicas periodísticas de aquella guerra y que se convierte en testigo y memoria de aquella guerra civil que costó veinticinco mil muertos:

-Se están olvidando de Canudos -dijo el periodista miope, con voz que parecía eco-. Los últimos recuerdos de lo sucedido se evaporarán con el éter y la música de los próximos Carnavales, en el Teatro Politeama.
-¿Canudos? -murmuró el Barón-. Epaminondas hace bien en querer que no se hable de esa historia. Olvidémosla, es lo mejor. Es un episodio desgraciado, turbio, confuso. No sirve. La historia debe ser instructiva, ejemplar. En esa guerra nadie se cubrió de gloria. Y nadie entiende lo que pasó. Las gentes han decidido bajar una cortina. Es sabio, es saludable.
-No permitiré que se olviden -dijo el periodista, mirándolo con la dudosa fijeza de su mirada-. Es una promesa que he hecho.

Definida alguna vez como la Guerra y Paz de América Latina por su ambición de novela total y por su magistral entramado de historia y ficción, y comparada también con Los miserables, a la que Vargas Llosa dedicó en 2004 un ensayo memorable (La tentación de lo imposible), La guerra del fin del mundo es una obra maestra que se ha consolidado no sólo como una de las novelas imprescindibles de Vargas Llosa, como su obra mayor, sino también como una de las cimas de la novela en español de los últimos cincuenta años.